La Tribulación Del Novicio

LA TRIBULACIÓN DEL NOVICIO


Bebedizos malignos, filtros mágicos,
ardientes misturas de cantárida no hubieran enardecido mi sangre
ni espoleado mi natural lujuria de igual modo que ésta mi
castidad incompatible con mi juventud. Vivo sintiendo el contactos de
carnes redondas y desnudas; manos ligeras y sedosas se posan sobre mis
cabellos, y brazos lánguidos y voluptuosos descansan sobre mis
hombros. A cada paso siento sobre mi frente los pequeños
estallidos de los besos. Una mujer con palabras acariciantes se inclina
hasta tocar con la suya mi mejilla. Su voz insinúa dentro de
mí el deseo como una sierpe de fuego. Todo mi ser está
embargado de fiebre y lo inquieta un loco deseo de transmitirse
encendiendo nuevas vidas. Barbas selváticas, cuernos torcidos,
cascos, todos los arreos del sátiro podrían ser
míos. Demasiado tarde he venido al mundo; mi puesto se halla en
el escondrijo sombrío de un bosque, desde el cual satisficiera
mi arrebato espiando la belleza femenina, antes de hacerla gemir de
dolor y de gozo.

Por desgracia otra es mi situación y muy duro
mi destino; me viste un grueso sayal más triste que un sudario;
vivo en una celda y no en medio de árboles frondosos en un campo
libre. Suspiro por un raudal modesto bajo la sombra de ramajes
enlazados y cuya superficie temblorosa señalara el vuelo de las
auras. Diera la vida por ver en la atmósfera matinal y serena un
instantáneo vuelo de palomas, como una guirnalda deshecha. Y en
una diáfana mañana, cuando recobran juventud hasta las
ruinas, desechar la última sombra del sueño, turbando con
mi cuerpo el éxtasis del agua, enamorada de los cielos. Huida la
noche, volviera yo a la vida, cuando el concierto de los pájaros
comienza a llenar el vasto silencio, despertara con más lujo que
un déspota oriental, segador de hombres. Bajo la luz paternal
del sol sintiera el júbilo de la tierra y contemplara el mar,
después de haber jadeado escalando un monte. Sufro por mi estado
religioso mayor esclavitud que un presidiario; con mortificaciones y
encierros pago un delito de esta rebosante juventud; aislado, herido
por desolación profunda, resguardo mis sentidos, y niego
satisfacción a mis deseos y hospitalidad a la alegría. El
mar palpitante, el viento incansable, el pensamiento volador exasperan
el enojo de mi cautiverio, recrudecen la tiranía de mi
condición, agravan los grillos que me aherrojan. Debo recatarme
de participar en la alegría de la tierra amorosa y robusta;
vestir perpetuo traje de oscuridad, cuando a todas partes la luz, rauda
viajera, lleva su aleluya; reemplazar con rigurosa seriedad la grave
sonrisa que conviene al espectador de la tragicomedia del mundo.
Sabiendo que el organismo cede con la satisfacción, he de
resistirle aunque reproduzca sus deseos con más furia que la
hidra sus cabezas, y merezca por insistente y por traidor su
personificación en Satán torvo y enrojecido.

No se calma este ardor con claustro inaccesible ni
con desierto desolado. Con esa abstinencia, la locura me haría
compañero de santos desequilibrados y extáticos. Ni la
penumbra de los templos abrigados me auxilia, porque es tibia como un
regazo y favorable al amor como un escondite. La oración tampoco
es defensa porque su lenguaje es el mismo que para cautivarse emplean
los hijos y las hijas de los hombres. Ni es para alejar del siglo la
belleza que resplandece en las efigies: algunas me recuerdan las
mujeres que hubiera podido amar, tienen los mismos ojos hermosos y
tranquilos, la misma cabellera destrenzada sobre las espaldas y los
hombros, y sobre los pies menudos y curiosos debajo del vestido
descansa la estatua soberbia del cuerpo. No es bastante el único
refugio que alcanzo a los pies del hijo de Dios extenuado y sangriento.
Más me apacigua comunicándome su dolor la madre Virgen a
los pies del grueso madero. Llora, mientras vencida bajo su
calcañar, según la lección bíblica, se
tuerce la serpiente perezosa y elástica. Pierden su brutalidad
los groseros anhelos, si atiendo a esos ojos lacrimantes, azules de un
azul doliente, como el cielo de un país de exilio...
Sería distinto, si fueran sus ojos negros, como aquellos otros
de brasa infernal, que me han envenenado con su lumbre.


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