Mito
MITO
El rey sabe de los motines y asonadas provocados por
los descontentos en torno de la misma capital. Recibe a cada paso un
mensajero de semblante mustio. Se traba un diálogo sobresaltado
en torno de una noticia ambigua.
El soberano imagina la devastación de una
zona feraz y el exterminio de sus labradores. Una tribu cerril se ha
aprovechado de la confusión del reino y lo ha invadido en carros
armados de hoces. Unas brujas desvergonzadas, consejeras de los
caudillos montaraces, vociferan sus vaticinios en medio de los residuos
negros de las hogueras. A través del aire calentado se distingue
un sol rojo, de país cálido.
Los hombres de la tribu cerril trasportan unas
tiendas de cuero sobre el lomo de sus perros desfigurados,
ávidos de sangre, y se establecen con sus mujeres, a sus anchas
y cómodas, en cavernas practicadas en el suelo. Reservan las
tiendas para sus jefes.
El rey consulta en vano el remedio del estado con
los capitanes antiguos, de barba pontifical y de elocución breve.
El príncipe, su hijo, sobreviene a
interrumpir el consejo, en donde reina un silencio molesto. Inventa los
medios saludables y los recomienda en un discurso fácil. Posee
la idea virtual y el verbo redentor. Acaba de salir de la
compañía de los atolondrados.
Los veteranos se retiran ceremoniosos y esperanzados
y se sujetan a sus órdenes. La presencia del joven suprime las
fluctuaciones de la victoria y neutraliza el ardid de los rebeldes.
El héroe ha salido al peligro con la
asistencia de una muchedumbre ensimismada.
El día de su regreso, las mujeres hermosas
entonan, desde la azotea de los palacios de la capital, un himno de
antigüedad secular en alabanza del arco iris.
El rey sabe de los motines y asonadas provocados por
los descontentos en torno de la misma capital. Recibe a cada paso un
mensajero de semblante mustio. Se traba un diálogo sobresaltado
en torno de una noticia ambigua.
El soberano imagina la devastación de una
zona feraz y el exterminio de sus labradores. Una tribu cerril se ha
aprovechado de la confusión del reino y lo ha invadido en carros
armados de hoces. Unas brujas desvergonzadas, consejeras de los
caudillos montaraces, vociferan sus vaticinios en medio de los residuos
negros de las hogueras. A través del aire calentado se distingue
un sol rojo, de país cálido.
Los hombres de la tribu cerril trasportan unas
tiendas de cuero sobre el lomo de sus perros desfigurados,
ávidos de sangre, y se establecen con sus mujeres, a sus anchas
y cómodas, en cavernas practicadas en el suelo. Reservan las
tiendas para sus jefes.
El rey consulta en vano el remedio del estado con
los capitanes antiguos, de barba pontifical y de elocución breve.
El príncipe, su hijo, sobreviene a
interrumpir el consejo, en donde reina un silencio molesto. Inventa los
medios saludables y los recomienda en un discurso fácil. Posee
la idea virtual y el verbo redentor. Acaba de salir de la
compañía de los atolondrados.
Los veteranos se retiran ceremoniosos y esperanzados
y se sujetan a sus órdenes. La presencia del joven suprime las
fluctuaciones de la victoria y neutraliza el ardid de los rebeldes.
El héroe ha salido al peligro con la
asistencia de una muchedumbre ensimismada.
El día de su regreso, las mujeres hermosas
entonan, desde la azotea de los palacios de la capital, un himno de
antigüedad secular en alabanza del arco iris.
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