Algunos Poemas

Soledad Segunda

Éntrase el mar por un arroyo breve
Que a recibillo con sediento paso
De su roca natal se precipita,
Y mucha sal no sólo en poco vaso,
Mas en su ruina bebe,
Y a su fin, cristalina mariposa
—No alada, sino undosa—,
En el farol de Tetis solicita.

Muros desmantelando, pues, de arena,
Centauro ya espumoso el océano
—Medio mar, medio ría—
Dos veces huella la campaña al día,
Escalar pretendiendo el monte en vano,
De quien es dulce vena
El tarde ya torrente
Arrepentido, y aun retrocedente.

Eral lozano así novillo tierno,
De bien nacido cuerno
Mal lunada la frente,
Retrógrado cedió en desigual lucha
A duro toro, aun contra el viento armado:
No, pues, de otra manera
A la violencia mucha
Del padre de las aguas, coronado
De blancas ovas y de espuma verde,
Resiste obedeciendo, y tierra pierde.

En la incierta ribera
—Guarnición desigual a tanto espejo—,
Descubrió la alba a nuestro peregrino
Con todo el villanaje ultramarino,
Que a la fiesta nupcial, de verde tejo
Toldado, ya capaz tradujo pino.

Los escollos el sol rayaba, cuando
Con remos gemidores,
Dos pobres, se aparecen, pescadores,
Nudos al mar, de cáñamo, fiando.
Ruiseñor en los bosques no más blando,
El verde robre que es barquillo ahora,
Saludar vio la Aurora,
Que al uno en dulces quejas —y no pocas—
Ondas endurecer, liquidar rocas.

Señas mudas la dulce voz doliente
Permitió solamente
A la turba, que dar quisiera voces
A la que de un ancón segunda haya
—Cristal pisando azul con pies veloces—
Salió improvisa, de una y de otra playa
Vínculo desatado, inestable puente.

La prora diligente
No sólo dirigió a la opuesta orilla,
Mas redujo la música barquilla,
Que en dos cuernos del mar caló no breves
Sus plomos graves y sus corchos leves.
Los senos ocupó del mayor leño
La marítima tropa,
Usando al entrar todos
Cuantos les enseñó corteses modos
En la lengua del agua ruda escuela,
Con nuestro forastero, que la popa
Del canoro escogió bajel pequeño.

Aquél, las ondas escarchando, vuela;
Éste, con perezoso movimiento,
El mar encuentra, cuya espuma cana
Su parda aguda prora
Resplandeciente cuello
Hace de augusta Colla peruana
A quien hilos el Sur tributó ciento
De perlas cada hora.
Lágrimas no enjugó más de la aurora
Sobre vïolas negras la mañana,
Que arrolló su espolón con pompa vana
Caduco aljófar, pero aljófar bello.
Dando el huésped licencia para ello,
Recurren no a las redes que, mayores,
Mucho océano y pocas aguas prenden,
Sino a las que ambiciosas menos penden,
Laberinto nudoso de marino.
Dédalo, si de leño no, de lino,
Fábrica escrupulosa, y aunque incierta,
Siempre murada, pero siempre abierta.

Liberalmente de los pescadores
Al deseo el estero corresponde,
Sin valelle al lascivo ostión el justo
Arnés de hueso, donde
Lisonja breve al gusto
—Mas incentiva— esconde:
Contagio original quizá de aquella
Que, siempre hija bella
De los cristales, una
Venera fue su cuna.

Mallas visten de cáñamo al lenguado,
Mientras, en su piel lúbrica fiado,
El congrio, que viscosamente liso
Las telas burlar quiso,
Tejido en ellas se quedó burlado.

Las redes califica menos gruesas,
Sin romper hilo alguno,
Pompa el salmón de las reales mesas,
Cuando no de los campos de Neptuno,
Y el travieso robalo,
Guloso, de los cónsules, regalo.

Éstos y muchos más, unos desnudos,
Otros de escamas fáciles armados,
Dio la ría pescados,
Que, nadando en un piélago de nudos,
No agravan poco el negligente robre,
Espacïosamente dirigido
Al bienaventurado albergue pobre,
Que, de carrizos frágiles tejido,
Si fabricado no de gruesas cañas,
Bóvedas lo coronan de espadañas.

El peregrino, pues, haciendo en tanto
Instrumento el bajel, cuerdas los remos,
Al céfiro encomienda los extremos
Deste métrico llanto:

«Si de aire articulado
No son dolientes lágrimas suaves
Estas mis quejas graves,
Voces de sangre, y sangre son del alma.
Fíelas de tu calma
¡Oh mar! quien otra vez las ha fiado
De su fortuna aun más que de su hado.

»¡Oh mar, oh tú, supremo
Moderador piadoso de mis daños!
Tuyos serán mis años,
En tabla redimidos poco fuerte
De la bebida muerte,
Que ser quiso, en aquel peligro extremo,
Ella el forzado y su guadaña el remo.

»Regiones pise ajenas,
O clima propio, planta mía perdida,
Tuya será mi vida,
Si vida me ha dejado que sea tuya
Quien me fuerza a que huya
De su prisión, dejando mis cadenas
Rastro en tus ondas más que en tus arenas.

»Audaz mi pensamiento
El cénit escaló, plumas vestido
Cuyo vuelo atrevido
—Si no ha dado su nombre a tus espumas—
De sus vestidas plumas
Conservarán el desvanecimiento
Los anales diáfanos del viento

»Esta, pues, culpa mía
El timón alternar menos seguro
Y el báculo más duro
Un lustro ha hecho a mi dudosa mano,
Solicitando en vano
Las alas sepultar de mi osadía
Donde el Sol nace o donde muere el día.

»Muera, enemiga amada,
Muera mi culpa, y tu desdén le guarde,
Arrepentido tarde,
Suspiro que mi muerte haga leda,
Cuando no le suceda,
O por breve o por tibia o por cansada,
Lágrima antes enjuta que llorada.

»Naufragio ya segundo,
O filos pongan de homicida hierro
Fin duro a mi destierro;
Tan generosa fe, no fácil onda,
No poca tierra esconda:
Urna suya el océano profundo,
Y obeliscos los montes sean del mundo.

»Túmulo tanto debe
Agradecido Amor a mi pie errante;
Líquido, pues, diamante
Calle mis huesos, y elevada cima
Selle sí, mas no oprima,
Esta que le fiaré ceniza breve,
Si hay ondas mudas y si hay tierra leve».

No es sordo el mar: la erudición engaña.
Bien que tal vez sañudo
No oya al piloto, o le responda fiero,
Sereno disimula más orejas
Que sembró dulces quejas
—Canoro labrador— el forastero
En su undosa campaña.

Espongïoso, pues, se bebió y mudo
El lagrimoso reconocimiento,
De cuyos dulces números no poca
Concentuosa suma
En los dos giros de invisible pluma
Que fingen sus dos alas hurtó el viento;
Eco —vestida una cavada roca—
Solicitó curiosa y guardó avara
La más dulce —si no la menos clara—
Sílaba, siendo en tanto
La vista de las chozas fin del canto.

Yace en el mar, si no continuada
Isla, mal de la tierra dividida,
Cuya forma tortuga es perezosa:
Díganlo cuantos siglos ha que nada
Sin besar de la playa espacïosa
La arena, de las ondas repetida.

A pesar, pues, del agua que la oculta,
Concha, si mucha no, capaz ostenta
De albergues, donde la humildad contenta
Mora, y Pomona se venera culta.

Dos son las chozas, pobre su artificio
Más aún que caduca su materia:
De los mancebos dos, la mayor, cuna;
De las redes la otra y su ejercicio,
Competente oficina.
Lo que agradable más se determina
Del breve islote, ocupa su fortuna,
Los extremos de fausto y de miseria
Moderando. En la plancha los recibe
El padre de los dos, émulo cano
Del sagrado Nereo, no ya tanto
Porque a la par de los escollos vive,
Porque en el mar preside comarcano
Al ejercicio piscatorio, cuanto
Por seis hijas, por seis deidades bellas,
Del cielo espumas y del mar estrellas.
Acogió al huésped con urbano estilo,
Y a su voz, que los juncos obedecen,
Tres hijas suyas cándidas le ofrecen,
Que engaños construyendo están de hilo.
El huerto le da esotras, a quien debe
Si púrpura la rosa, el lilio nieve,
De jardín culto así en fingida gruta,
Salteó al labrador pluvia improvisa
De cristales inciertos, a la seña,
O a la que torció, llave, el fontanero:
Urna de Acuario, la imitada peña
Le embiste incauto, y si con pie grosero
Para la fuga apela, nubes pisa,
Burlándolo aun la parte más enjuta.

La vista saltearon poco menos
Del huésped admirado
Las no líquidas perlas que, al momento,
A los corteses juncos —por que el viento
Nudos les halle un día, bien que ajenos—
El cáñamo remiten, anudado.
Y de Vertumno al término labrado
El breve hierro, cuyo corvo diente
Las plantas le mordía cultamente.

Ponderador saluda afectuoso
Del esplendor que admira el extranjero
Al Sol, en seis luceros dividido;
Y —honestamente al fin correspondido
Del coro vergonzoso—
Al viejo sigue, que prudente ordena
Los términos confunda de la cena
La comida prolija de pescados,
Raros muchos, y todos no comprados,
Impidiéndole el día al forastero,
Con dilaciones sordas le divierte
Entre unos verdes carrizales, donde
Armonïoso número se esconde
De blancos cisnes, de la misma suerte
Que gallinas domésticas al grano,
A la voz concurrientes del anciano.

En la más seca, en la más limpia anea
Vivificando están muchos sus huevos,
Y mientras dulce aquél su muerte anuncia
Entre la verde juncia,
Sus pollos éste al mar conduce nuevos,
De Espío y de Nerea
—Cuando más oscurecen las espumas—
Nevada invidia, sus nevadas plumas.

Fábula De Polifemo Y Galatea

Estas que me dictó, rimas sonoras,

Culta sí aunque bucólica Talía,

Oh excelso Conde, en las purpúreas horas

Que es rosas la alba y rosicler el día,

Ahora que de luz tu niebla doras,

Escucha, al son de la zampoña mía,

Si ya los muros no te ven de Huelva

Peinar el viento, fatigar la selva.


Templado pula en la maestra mano

El generoso pájaro su pluma,

O tan mudo en la alcándara, que en vano

Aun desmentir el cascabel presuma;

Tascando haga el freno de oro cano

Del caballo andaluz la ociosa espuma;

Gima el lebrel en el cordón de seda,

Y al cuerno al fin la cítara suceda.


Treguas al ejercicio sean robusto,

Ocio atento, silencio dulce, en cuanto

Debajo escuchas de dosel augusto

Del músico jayán el fiero canto.

Alterna con las Musas hoy el gusto,

Que si la mía puede ofrecer tanto

Clarín —y de la Fama no segundo—,

Tu nombre oirán los términos del mundo.


I


Donde espumoso el mar sicilïano

El pie argenta de plata al Lilibeo,

Bóveda o de las fraguas de Vulcano

O tumba de los huesos de Tifeo,

Pálidas señas cenizoso un llano,

Cuando no del sacrílego deseo,

Del duro oficio da. Allí una alta roca

Mordaza es a una gruta de su boca.


Guarnición tosca de este escollo duro

Troncos robustos son, a cuya greña

Menos luz debe, menos aire puro

La caverna profunda, que a la peña;

Caliginoso lecho, el seno obscuro

Ser de la negra noche nos lo enseña

Infame turba de nocturnas aves,

Gimiendo tristes y volando graves.


De este, pues, formidable de la tierra

Bostezo, el melancólico vacío

A Polifemo, horror de aquella sierra,

Bárbara choza es, albergue umbrío

Y redil espacioso donde encierra

Cuanto las cumbres ásperas cabrío,

De los montes esconde: copia bella

Que un silbo junta y un peñasco sella.


Un monte era de miembros eminente

Este que —de Neptuno hijo fiero—

De un ojo ilustra el orbe de su frente,

Émulo casi del mayor lucero;

Cíclope a quien el pino más valiente

Bastón le obedecía tan ligero,

Y al grave peso junco tan delgado,

Que un día era bastón y otro cayado.


Negro el cabello, imitador undoso

De las oscuras aguas del Leteo,

Al viento que lo peina proceloso

Vuela sin orden, pende sin aseo;

Un torrente es su barba, impetuoso

Que —adusto hijo de este Pirineo—

Su pecho inunda— o tarde, o mal, o en vano

Surcada aun de los dedos de su mano.


No la Trinacria en sus montañas, fiera

Armó de crueldad, calzó de viento,

Que redima feroz, salve ligera

Su piel manchada de colores ciento:

Pellico es ya la que en los bosques era

Mortal horror al que con paso lento

Los bueyes a su albergue reducía,

Pisando la dudosa luz del día.


Cercado es, cuando más capaz más lleno,

De la fruta, el zurrón, casi abortada,

Que el tardo otoño deja al blando seno

De la piadosa yerba encomendada:

La serva, a quien le da rugas el heno;

La pera, de quien fue cuna dorada,

La rubia paja y —pálida turora—

La niega avara y pródiga la dora.


Erizo es, el zurrón, de la castaña;

Y —entre el membrillo o verde o datilado—

De la manzana hipócrita, que engaña,

A lo pálido no, a lo arrebolado,

Y de la encina honor de la montaña,

Que pabellón al siglo fue dorado,

El tributo, alimento, aunque grosero,

Del mejor mundo, del candor primero.


Cera y cáñamo unió —que no debiera—

Cien cañas, cuyo bárbaro rüido,

De más ecos que unió cáñamo y cera

Albogues, duramente es repetido.

La selva se confunde, el mar se altera,

Rompe Tritón su caracol torcido,

Sordo huye el bajel a vela y remo:

¡Tal la música es de Polifemo!


Ninfa, de Doris hija, la más bella,

Adora, que vio el reino de la espuma.

Galatea es su nombre, y dulce en ella

El terno Venus de sus Gracias suma.

Son una y otra luminosa estrella

Lucientes ojos de su blanca pluma:

Si roca de cristal no es de Neptuno,

Pavón de Venus es, cisne de Juno.


Purpúreas rosas sobre Galatea

La Alba entre lilios cándidos deshoja:

Duda el Amor cuál más su color sea,

O púrpura nevada, o nieve roja.

De su frente la perla es, eritrea,

Émula vana. El ciego dios se enoja,

Y, condenado su esplendor, la deja

Pender en oro al nácar de su oreja.


Invidia de las ninfas, y cuidado

De cuantas honra el mar deidades, era;

Pompa del marinero niño alado

Que sin fanal conduce su venera.

Verde el cabello, el pecho no escamado,

Ronco sí, escucha a Glauco la ribera

Inducir a pisar la bella ingrata,

En carro de cristal, campos de plata.


Marino joven, las cerúleas sienes,

Del más tierno coral ciñe Palemo,

Rico de cuantos la agua engendra bienes,

Del Faro odioso al promontorio extremo;

Mas en la gracia igual, si en los desdenes

Perdonado algo más que Polifemo,

De la que, aún no le oyó, y, calzada plumas,

Tantas flores pisó como él espumas.


Huye la ninfa bella: y el marino

Amante nadador, ser bien quisiera,

Ya que no áspid a su pie divino,

Dorado pomo a su veloz carrera;

Mas, ¿cuál diente mortal, cuál metal fino

La fuga suspender podrá ligera

Que el desdén solicita? ¡Oh cuánto yerra

Delfín que sigue en agua corza en tierra!


Sicilia, en cuanto oculta, en cuanto ofrece,

Copa es de Baco, huerto de Pomona:

Tanto de frutas ésta la enriquece,

Cuanto aquél de racimos la corona.

En carro que estival trillo parece,

A sus campañas Ceres no perdona,

De cuyas siempre fértiles espigas

Las provincias de Europa son hormigas.


A Pales su viciosa cumbre debe

Lo que a Ceres, y aún más, su vega llana;

Pues si en la una granos de oro llueve,

Copos nieva en la otra mil de lana.

De cuantos siegan oro, esquilan nieve,

O en pipas guardan la exprimida grana,

Bien sea religión, bien amor sea,

Deidad, aunque sin templo, es Galatea.


Sin aras, no: que el margen donde para

Del espumoso mar su pie ligero,

Al labrador, de sus primicias ara,

De sus esquilmos es al ganadero;

De la Copia a la tierra poco avara

El cuerno vierte el hortelano, entero,

Sobre la mimbre que tejió prolija,

Si artificiosa no, su honesta hija.


Arde la juventud, y los arados

Peinan las tierras que surcaron antes,

Mal conducidos, cuando no arrastrados,

De tardos bueyes cual su dueño errantes;

Sin pastor que los silbe, los ganados

Los crujidos ignoran resonantes

De las hondas, si en vez del pastor pobre

El céfiro no silba, o cruje el robre.


Mudo la noche el can, el día dormido

De cerro en cerro y sombra en sombra yace.

Bala el ganado; al mísero balido,

Nocturno el lobo de las sombras nace.

Cébase —y fiero deja humedecido

En sangre de una lo que la otra pace.

¡Revoca, Amor, los silbos, o a su dueño,

El silencio del can siga y el sueño!


La fugitiva Ninfa en tanto, donde

Hurta un laurel su tronco al Sol ardiente,

Tantos jazmines cuanta yerba esconde

La nieve de sus miembros da una fuente.

Dulce se queja, dulce le responde

Un ruiseñor a otro, y dulcemente

Al sueño da sus ojos la armonía,

Por no abrasar con tres soles el día.


Salamandria del Sol, vestido estrellas,

Latiendo el Can del cielo estaba, cuando

—Polvo el cabello, húmidas centellas,

Si no ardientes aljófares, sudando—

Llegó Acis, y de ambas luces bellas

Dulce Occidente viendo al sueño blando,

Su boca dio, y sus ojos, cuanto pudo,

Al sonoro cristal, al cristal mudo.


Era Acis un venablo de Cupido,

De un Fauno —medio hombre, medio fiera—,

En Simetis, hermosa Ninfa, habido;

Gloria del mar, honor de su ribera.

El bello imán, el ídolo dormido,

Que acero sigue, idólatra venera,

Rico de cuanto el huerto ofrece pobre,

Rinden las vacas y fomenta el robre.


El celestial humor recién cuajado

Que la almendra guardó, entre verde y seca,

En blanca mimbre se lo puso al lado

Y un copo, en verdes juncos, de manteca;

En breve corcho, pero bien labrado,

Un rubio hijo de una encina hueca,

Dulcísimo panal, a cuya cera

Su néctar vinculó la primavera.


Caluroso, al arroyo da las manos,

Y con ellas, las ondas a su frente,

Entre dos mirtos que —de espuma canos—,

Dos verdes garzas son de la corriente.

Vagas cortinas de volantes vanos

Corrió Favonio lisonjeramente,

A la de viento, cuando no sea cama

De frescas sombras, de menuda grama.


La Ninfa, pues, la sonora plata

Bullir sintió del arroyuelo apenas,

Cuando —a los verdes márgenes ingrata—

Segur se hizo de sus azucenas.

Huyera... mas tan frío se desata

Un temor perezoso por sus venas,

Que a la precisa fuga, al presto vuelo

Grillos de nieve fue, plumas de hielo.


Fruta en mimbre halló, leche exprimida

En juncos, miel en corcho, mas sin dueño;

Si bien al dueño debe, agradecida,

Su deidad culta, venerado el sueño.

A la ausencia mil veces ofrecida,

Este de cortesía no pequeño

Indicio la dejó —aunque estatua helada—

Más discursiva y menos alterada.


No al Cíclope atribuye, no, la ofrenda;

No a Sátiro lascivo, ni a otro feo

Morador de las selvas, cuya rienda

El sueño aflija, que aflojó el deseo.

El niño dios, entonces, de la venda,

Ostentación gloriosa, alto trofeo

Quiere que al árbol de su madre sea

El desdén hasta allí de Galatea.


Entre las ramas del que más se lava

En el arroyo, mirto levantado,

Carcaj de cristal hizo, si no aljaba,

Su blanco pecho de un arpón dorado.

El monstruo de rigor, la fiera brava

Mira la ofrenda ya con más cuidado,

Y aun siente que a su dueño sea devoto,

Confuso alcaide más, el verde soto.


Llamáralo, aunque muda; mas no sabe

El nombre articular que más querría,

Ni lo ha visto; si bien pincel suave

Lo ha bosquejado ya en su fantasía.

Al pie —no tanto ya, del temor, grave—

Fía su intento; y, tímida, en la umbría

Cama de campo y campo de batalla,

Fingiendo sueño al cauto garzón halla.


El bulto vio y, haciéndolo dormido,

Librada en un pie toda sobre él pende

—Urbana al sueño, bárbara al mentido

Retórico silencio que no entiende—:

No el ave reina, así el fragoso nido

Corona inmóvil, mientras no desciende

—Rayo con plumas— al milano pollo,

Que la eminencia abriga de un escollo,


Como la Ninfa bella —compitiendo

Con el garzón dormido en cortesía—

No sólo para, mas el dulce estruendo

Del lento arroyo enmudecer querría.

A pesar luego de las ramas, viendo

Colorido el bosquejo que ya había

En su imaginación Cupldo hecho

Con el pincel que le clavó su pecho,


De sitio mejorada, atenta mira,

En la disposición robusta, aquello

Que, si por lo suave no la admira,

Es fuerza que la admire por lo bello.

Del casi tramontado Sol aspira

A los confusos rayos su cabello;

Flores su bozo es cuyas colores,

Como duerme la luz, niegan las flores.


(En la rústica greña yace oculto

El áspid del intonso prado ameno,

Antes que del peinado jardín culto

En el lascivo, regalado seno.)

En lo viril desata de su vulto

Lo más dulce el Amor de su veneno:

Bébelo Galatea, y da otro paso,

Por apurarle la ponzoña al vaso.


Acis —aún más, de aquello que dispensa

La brújula del sueño, vigilante—,

Alterada la Ninfa esté o suspensa,

Argos es siempre atento a su semblante,

Lince penetrador de lo que piensa,

Cíñalo bronce o múrelo diamante:

Que en sus Paladiones Amor ciego,

Sin romper muros introduce fuego.


El sueño de sus miembros sacudido,

Gallardo el joven la persona ostenta,

Y al marfil luego de sus pies rendido,

El coturno besar dorado intenta.

Menos ofende el rayo prevenido,

Al marinero, menos la tormenta

Prevista le turbó, o pronosticada:

Galatea lo diga, salteada.


Más agradable, y menos zahareña,

Al mancebo levanta venturoso,

Dulce ya conociéndole y risueña,

Paces no al sueño, treguas sí al reposo.

Lo cóncavo hacía de una peña

A un fresco sitial dosel umbroso,

Y verdes celosías unas yedras,

Trepando troncos y abrazando piedras.


Sobre una alfombra, que imitara en vano

El tirio sus matices —si bien era

De cuantas sedas ya hiló gusano

Y artífice tejió la Primavera—,

Reclinados, al mirto más lozano

Una y otra lasciva, si ligera,

Paloma se caló, cuyos gemidos

—Trompas de Amor— alteran sus oídos.


El ronco arrullo al joven solicita;

Mas, con desvíos Galatea suaves,

A su audacia los términos limita,

Y el aplauso al concento de las aves.

Entre las ondas y la fruta, imita

Acis al siempre ayuno en penas graves:

Que, en tanta gloria, infierno son no breve

Fugitivo cristal, pomos de nieve.


No a las palomas concedió Cupido

Juntar de sus dos picos los rubíes

Cuando al clavel el joven atrevido

Las dos hojas le chupa carmesíes.

Cuantas produce Pafo, engendra Gnido,

Negras víolas, blancos alhelíes,

Llueven sobre el que Amor quiere que sea

Tálamo de Acis y de Galatea.


II


Su aliento humo, sus relinchos fuego

—Si bien su freno espumas— ilustraba

Las columnas, Etón, que erigió el Griego,

Do el carro de la luz sus ruedas lava,

Cuando de amor el fiero jayán ciego,

La cerviz oprimió a una roca brava,

Que a la playa, de escollos no desnuda,

Linterna es ciega y atalaya muda.


Árbitro de montañas y ribera,

Aliento dio, en la cumbre de la roca,

A los albogues que agregó la cera,

El prodigioso fuelle de su boca;

La Ninfa los oyó, y ser más quisiera

Breve flor, yerba humilde y tierra poca,

Que de su nuevo tronco vid lasciva,

Muerta de amor, y de temor no viva.


Mas —cristalinos pámpanos sus brazos—

Amor la implica, si el temor la anuda,

Al infelice olmo, que pedazos

La segur de los celos hará, aguda.

Las cavernas en tanto, los ribazos

Que ha prevenido la zampoña ruda,

El trueno de la voz fulminó luego:

Referillo, Piérides, os ruego.


«¡Oh bella Galatea, más süave

Que los claveles que tronchó la aurora;

Blanca más que las plumas de aquel ave

Que dulce muere y en las aguas mora;

Igual en pompa al pájaro que, grave,

Su manto azul de tantos ojos dora

Cuantas el celestial zafiro estrellas!

¡Oh tú, que en dos incluyes las más bellas!


»Deja las ondas, deja el rubio coro

De las hijas de Tetis, y el mar vea,

Cuando niega la luz un carro de oro,

Que en dos la restituye Galatea.

Pisa la arena, que en la arena adoro

Cuantas el blanco pie conchas platea,

Cuyo bello contacto puede hacerlas,

Sin concebir rocío, parir perlas.


»Sorda hija del mar, cuyas orejas

A mis gemidos son rocas al viento:

O dormida te hurten a mis quejas

Purpúreos troncos de corales ciento,

O al disonante número de almejas

—Marino, si agradable no, instrumento—,

Coros tejiendo estés, escucha un día

Mi voz, por dulce, cuando no por mía.


»Pastor soy, mas tan rico de ganados,

Que los valles impido más vacíos,

Los cerros desparezco levantados

Y los caudales seco de los ríos;

No los que, de sus ubres desatados,

O derivados de los ojos míos,

Leche corren y lágrimas; que iguales

En número a mis bienes son mis males.


»Sudando néctar, lambicando olores,

Senos que ignora aun la golosa cabra

Corchos me guardan, más que abeja flores

Liba inquïeta, ingenïosa labra;

Troncos me ofrecen árboles mayores,

Cuyos enjambres, o el abril los abra,

O los desate el mayo, ámbar distilan,

Y en ruecas de oro rayos del Sol hilan.


»Del Júpiter soy hijo, de las ondas,

Aunque pastor; si tu desdén no espera

A que el monarca de esas grutas hondas

En trono de cristal te abrace nuera,

Polifemo te llama, no te escondas,

Que tanto esposo admira la ribera

Cual otro no vio Febo más robusto,

Del perezoso Volga al Indo adusto.


»Sentado, a la alta palma no perdona

Su dulce fruto mi robusta mano;

En pie, sombra capaz es mi persona

De innumerables cabras el verano.

¿Qué mucho, si de nubes se corona

Por igualarme la montaña en vano,

Y en los cielos, desde esta roca, puedo

Escribir mis desdichas con el dedo?


»Marítimo Alción, roca eminente

Sobre sus huevos coronaba, el día

Que espejo de zafiro fue luciente

La playa azul de la persona mía;

Miréme, y lucir vi un sol en mi frente,

Cuando en el cielo un ojo se veía:

Neutra el agua dudaba a cuál fe preste:

O al cielo humano o al cíclope celeste.


»Registra en otras puertas el venado

Sus años, su cabeza colmilluda

La fiera, cuyo cerro levantado,

De helvecias picas es muralla aguda;

La humana suya el caminante errado

Dio ya a mi cueva, de piedad desnuda,

Albergue hoy por tu causa al peregrino,

Do halló reparo, si perdió camino.


»En tablas dividida, rica nave

Besó la playa miserablemente,

De cuantas vomitó riquezas grave,

Por las bocas del Nilo el Oriente.

Yugo aquel día, y yugo bien suave,

Del fiero mar a la sañuda frente

Imponiéndole estaba, si no al viento,

Dulcísimas coyundas mi instrumento,


»Cuando, entre globos de agua, entregar veo

A las arenas ligurina haya,

En cajas los aromas del Sabeo,

En cofres las riquezas de Cambaya:

Delicias de aquel mundo, ya trofeo

De Escila, que, ostentado en nuestra playa,

Lastimoso despojo fue dos días

A las que esta montaña engendra Harpías.


»Segunda tabla a un ginovés mi gruta

De su persona fue, de su hacienda:

La una reparada, la otra enjuta,

Relación del naufragio hizo horrenda.

Luciente paga de la mejor fruta

Que en yerbas se recline, en hilos penda,

Colmillo fue del animal que el Ganges

Sufrir muros le vio, romper falanges:


»Arco, digo, gentil, bruñida aljaba,

Obras ambas de artífice prolijo,

Y de Malaco rey a deidad Java

Alto don, según ya mi huésped dijo,

De aquél la mano, de ésta el hombro agrava;

Convencida la madre, imita al hijo:

Serás a un tiempo, en estos horizontes,

Venus del mar, Cupido de los montes».


Su horrenda voz, no su dolor interno

Cabras aquí le interrumpieron, cuantas

—Vagas el pie, sacrílegas el cuerno—

A Baco se atrevieron en sus plantas.

Mas, conculcado el pámpano más tierno

Viendo el fiero pastor, voces él tantas,

Y tantas despidió la honda piedras,

Que el muro penetraron de las yedras.


De los nudos, con esto, más suaves,

Los dulces dos amantes desatados,

Por duras guijas, por espinas graves

Solicitan el mar con pies alados:

Tal redimiendo de importunas aves

Incauto meseguero sus sembrados,

De liebres dirimió copia así amiga,

Que vario sexo unió y un surco abriga.


Viendo el fiero Jayán con paso mudo

Correr al mar la fugitiva nieve

(Que a tanta vista el Líbico desnudo

Registra el campo de su adarga breve)

Y al garzón viendo, cuantas mover pudo

Celoso trueno, antiguas hayas mueve:

Tal, antes que la opaca nube rompa

Previene rayo fulminante trompa.


Con violencia desgajó infinita

La mayor punta de la excelsa roca,

Que al joven, sobre quien la precipita,

Urna es mucha, pirámide no poca.

Con lágrimas la Ninfa solicita

Las deidades del mar, que Acis invoca:

Concurren todas, y el peñasco duro

La sangre que exprimió, cristal fue puro.


Sus miembros lastimosamente opresos

Del escollo fatal fueron apenas,

Que los pies de los árboles más gruesos

Calzó el líquido aljófar de sus venas.

Corriente plata al fin sus blancos huesos,

Lamiendo flores y argentando arenas,

A Doris llega que, con llanto pío,

Yerno lo saludó, lo aclamó río.

Nació en Córdoba en el seno de una ilustre familia y estudió en la Universidad de Salamanca. Recibió órdenes religiosas y en su juventud ya era bastante famoso puesto que Cervantes ya habla de él cuando Góngora sólo tiene 24 años. Obtuvo un cargo eclesiástico de poca importancia pero que le permitió viajar por España con frecuencia y frecuentar la Corte en Madrid. Se establece en esta ciudad y consigue que Felipe III le nombre su capellán. A diferencia de la mayoría de sus contemporáneos, en Góngora, ni la religión ni el amor, pese a algunas aventuras juveniles, ocupan un lugar importante en su vida o en su poesía. Parece que le domina un solo sentimiento, el de la belleza, pues el amor y la naturaleza, asuntos de los que trató con perfecto dominio, más que sentimientos en él aparecen como pretextos para la creación poética. Al final de su vida, agobiado por la deudas, se traslada a Córdoba, donde muere. Góngora tuvo en vida defensores apasionados y críticos implacables. El carácter mismo de su poesía haría que esta división de opiniones continuara después de su muerte y llegara aún a nuestros días. Los dos enemigos de más valer que tuvo Góngora fueron Quevedo y Lope de Vega, aunque contó con famosos partidarios como el conde de Villamediana o los humanistas Pedro de Valencia y fray Hortensio de Paravicino. El motivo de esta división radical de posturas reside en el carácter innovador de la poesía de Góngora, cabeza del estilo literario conocido por culteranismo, un término que poseyó en su origen carácter burlesco, formado a partir de la palabra culto y que, de hecho, supone la fase final de la evolución de la poesía renacentista española, instaurada por Garcilaso de la Vega. Sin embargo, a pesar de su gran ornamentación verbal, y de la utilización de palabras comunes en una acepción latina, la crítica considera que el culteranismo es una manifestación peculiar del conceptismo —la escuela literaria que supuestamente se le oponía—. En realidad, y desde el punto de vista de la ideación, Góngora piensa mediante conceptos, aunque su escritura, realizada con recursos lingüísticos como los mencionados, y en ocasiones una difícil erudición, logra grados de elevación lírica y de complicación, a veces casi inalcanzables.

Hasta hace poco la historia literaria separaba la obra poética de Góngora en dos mitades claramente diferenciadas. Por un lado, las letrillas de inspiración popular y los romances: moriscos, amorosos, pastoriles y caballerescos. De otro, su obra cultista iniciada en 1610 con la Oda a la toma de Larache, y continuada con el incremento constante de la oscuridad estilística en la fábula de Polifemo y Galatea (1613), las Soledades (1613) y el Panegírico al duque de Lerma (1617). Equidistante entre ambos aspectos, se podrían situar sus numerosos sonetos y canciones de estilo clásico, en los que no se advierte tanto el cultismo. Para el Góngora de la primera manera, la crítica, desde la de sus coetáneos, sólo tuvo elogios. Incluso en los momentos de mayor antigongorismo nadie puso en duda la belleza de letrillas como Las flores del romero, Lloraba la niña, No son todo ruiseñores ni de los romances: En los pinares del rey, Amarrado al duro banco, Servía en Orán al rey, entre otros. Otra vena poética que domina en Góngora es la burlesca, como demuestran Ande yo caliente, Ahora que estoy despacio o Murmuraban los rocines. Para algunos es el autor de los más bellos sonetos que se han compuesto en lengua castellana.


La fábula de Polifemo y Galatea (1613) es la recreación más perfecta de una fábula mitológica en la poesía española. Al narrar el viejo tema -pasión del cíclope Polifemo por la ninfa Galatea, idilio de ésta con el joven Acis, venganza del gigante- Góngora crea una obra de brillante hermosura descriptiva, de construcción acabada, donde el arte del contraste y de lo hiperbólico queda sometido a formas rigurosas. Las Soledades (1613) es una obra de mayor aliento y de plan más madurado. Góngora proyectaba cantar las soledades de los campos, de las riberas, de las selvas y de los yermos. Sólo compuso la primera y parte de la segunda, que constituyen un poema pictórico, panorámico, rico en color y matices. Escrito en silvas, y todavía discutido hoy, constituye una de las cumbres de la lírica de todos los tiempos.

El Góngora del Polifemo y las Soledades fue muy mal entendido por la crítica. Su estilo suscitó inmediatamente la oposición. El humanista Francisco Calcals (1564-1642) cuando leyó las Soledades afirmó que el príncipe de la luz —refiriéndose al poeta de las letrillas— se había mutado en el príncipe de las tinieblas. Una actitud que se prolongaría hasta finales del siglo XIX, cuando algunos simbolistas franceses, en especial Verlaine, y los poetas modernistas de habla española, inician la valoración del gongorismo. Una valoración que culmina en 1927, año del centenario de su muerte, cuando una nueva generación de poetas españoles, Jorge Guillén, Pedro Salinas, García Lorca, Alberti, le aclaman como a uno de sus maestros, y Dámaso Alonso, poeta también, publica su edición crítica de las Soledades, a la que siguen algunos estudios definitivos para la comprensión de Góngora.  
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