1.
El césped. Desde la tribuna es un tapete verde. Liso, regular,
aterciopelado, estimulante. Desde la tribuna quizá crean que,
con semejante alfombra, es imposible errar un gol y mucho menos errar
un pase. Los jugadores corren como sobre patines o como figuras de
ballet. Quien es derrumbado cae seguramente sobre un colchón de
plumas, y si se toma, doliéndose, un tobillo, es porque el gesto
forma parte de una pantomima mayor. Además, cobran mucho dinero
simplemente por divertirse, por abrazarse y treparse unos sobre otros
cuando el que queda bajo ese sudoroso conglomerado hizo el gol
decisivo. O no decisivo, es lo mismo. Lo bueno es treparse unos sobre
otros mientras los rivales regresan a sus puestos, taciturnos, amargos,
cabizbajos, cada uno con su barata soledad a cuestas. Desde la tribuna
es tan disfrutable el racimo humano de los vencedores como el drama
particular de cada vencido. Por supuesto, ciertos avispados
espectadores siempre saben cómo hacer la jugada maestra y no
acaban de explicarse, y sobre todo de explicarlo a sus vecinos, por
qué este o aquel jugador no logra hacerla. Y cuando el
árbitro sanciona el penal, el espectador avispado también
intuye hacia qué lado irá el tiro, y un segundo
después, cuando el balón brinca ya en las redes, no
alcanza a comprender cómo el golero no lo supo. O acaso
sí lo supo y con toda deliberación se arrojó al
otro palo, en un alarde de masoquismo o venalidad o estupidez
congénita. Desde la tribuna es tan fácil. Se conoce la
historia y la prehistoria. O sea que se poseen elementos suficientes
como para comparar la inexpugnable eficacia de aquel zaguero
olímpico con la torpeza del patadura actual, que no acierta
nunca y es esquivado una y mil veces. Recuerdo borroso de una
época en que había un centre-half y un centre-forward,
cada uno bien plantado en su comarca propia y capaz de distribuir el
juego en serio y no jugando a jugar, como ahora, ¿no? El
espectador veterano sabe que cuando el fútbol se
convirtió en balompié y la ball en pelota y el dribbling
en finta y el centre-half en volante y el centre-forward en alma en
pena, todo se vino abajo y ésa es la explicación de que
muchos lleven al estadio sus radios a transistores, ya que al menos
quienes relatan el partido ponen un poco de emoción en las
estupendas jugadas que imaginan. Bueno, para eso les pagan,
¿verdad? Para imaginar estupendas jugadas y está bien.
Por eso, cuando alguien ha hecho un gol y después de los abrazos
y pirámides humanas el juego se reanuda, el locutor
idóneo sigue colgado de la “o” de su gooooooool, que en realidad
es una jugada suya, subjetiva, personal, y no exactamente del delantero
que se limitó a empujar con la frente un centro que, entre todas
las otras, eligió su cabeza. Y cuando el locutor idóneo
llega por fin al desenlace de la “ele” final de su gooooooool privado,
ya el árbitro ha señalado un orsai que favorece,
¿por qué no?, al locatario.
Es bueno contemplar alguna vez la cancha desde aquí, desde lo
alto. Así al menos piensa Benjamín Ferrés,
veintitrés años, digamos delantero de un Club Chico,
alguien últimamente en alza según los cronistas
deportivos más estrictos, y que hoy, después de empatarle
al Club Grande y ducharse y cambiarse, no se fue del estadio con el
resto del equipo y prefirió quedarse a mirar, desde la tribuna
ya vacía (sólo quedan los cafeteros y heladeros y
vendedores de banderitas, que recogen sus bártulos o tal vez
hacen cuentas) aquel campo en el que estuvo corriendo durante noventa
minutos e incluso convirtió uno, el segundo, de los dos goles
que le otorgan al Club Chico eso que suele llamarse un punto de oro.
Sí, desde aquí arriba el césped es una alfombra,
casi un paño verde como el del casino, con la importante
diferencia de que allá los números son fijos,
permanentes, y aquí (él, por ejemplo, es el ocho) cambian
constantemente de lugar y además se repiten. A lo mejor con el
flaco Suárez (que lleva el once prendido en la espalda)
podrían ser una de las parejas negras. O no. Porque de ambos,
sólo el Flaco es oscurito.
Ahora se levanta un viento arisco y las gradas de cemento son
recorridas por vasos de plástico, hojas de diario, talones de
entradas, almohadillas, pelotas de papel. Remolinos casi fantasmales
dan la falsa impresión de que las gradas se mueven, giran,
bailotean, se sacuden por fin el sol de la tarde. Hay papeles que suben
las escaleras y otros que se precipitan al vacío. A
Benjamín (Benja, para la hinchada) le sube una bocanada de
desconsuelo, de extraña ansiedad al enfrentarse, ¿por
primera vez?, con la quimera de cemento en estado de pureza (o de
basura, que es casi lo mismo) y se le ocurre que el estadio
vacío, desolado, es como un esqueleto de multitud, un eco
fantasmal de esa misma muchedumbre cuando ruge o aplaude o insulta o
agita banderas. Se pregunta cómo se habrá visto su gol
desde aquí, desde esta tribuna generalmente ocupada por las
huestes del adversario. Para los de abajo en la tabla, el estadio
siempre es enemigo: miles y miles de voces que los acosan, los
persiguen, los hunden, porque generalmente el que juega aquí, el
permanente locatario, es uno de los Grandes, y los de abajo sólo
van al estadio cuando les toca enfrentarlos, y en esas ocasiones apenas
si acarrean, en el mejor de los casos, algunos cientos de
fanáticos del barrio, que, aunque se desgañitan y agitan
como locos su única y gastada bandera, en realidad no cuentan,
es imposible que tapen, desde su islote de alaridos, el gran rugido de
la hinchada mayor. Desde abajo se sabe que existen, claro, y eso es
bueno, y de vez en cuando, cuando se suspende el juego por
lesión o por cambio de jugadores, los del Club Chico van con la
mirada al encuentro de aquel rinconcito de tribuna donde su bandera
hace guiños en clave, señales secretas como las del
truco. Y ésta es la mejor anfetamina, porque los llena de
saludable euforia y además no aparece en los controles
antidopping.
Hoy empataron, no está mal, se dice Benja, el número
ocho. Y está mejor porque todos sus huesos están enteros,
a pesar de la alevosa zancadilla (esquivada sólo por
intuición) que le dedicaran en el toletole previo al primer gol,
dos segundos antes de que el Colorado empujara nuevamente la globa con
el empeine y la colocara, inalcanzable, junto al poste izquierdo.
2.
Después de todo, la playa es mía. Desde hace quince
años la vengo adquiriendo en pequeñas cuotas. Cuotas de
sol y dunas. Todos esos prójimos, prójimas y projimitos
que se ven tendidos sobre las rocas o bajo las sombrillas o corriendo
tras una pelota de engañapichanga o jugando a la paleta en una
cancha marcada en la arena con líneas que al rato se borran,
todos esos otros, están en la playa gracias a que yo les permito
estar. Porque la playa es mía. Mío el horizonte con
toninas remotas y tres barquitos a vela. Míos los peces que
extraen mis pescadores con mis redes antiguas, remendadas. El aire
salitroso y los castillos de arena y las aguas vivas y las algas que ha
traído la penúltima ola. Todo es mío.
¿Qué sería de mí, el número ocho,
sin estas mañanas en que la playa me convence de que soy libre,
de que puedo abrazar esta roca, que es mi roca mujer o tal vez mi roca
madre, y estirarme sin otros límites que mi propio límite
o hasta que siento las tenazas del cangrejo barcino sobre mi dedo
gordo? Aquí soy número ocho sin llevarlo en la espalda.
Soy número ocho sencillamente porque es mi identidad. Un cura o
un teniente o un payaso no necesitan vestir sotana o uniforme o traje
de colores para ser cura o teniente o payaso. Soy número ocho
aunque no lo lleve dibujado en el lomo y aunque ningún botija se
arrime a pedirme autógrafos, porque sólo se piden
autógrafos a los de los Clubes Grandes. Y creo que siempre
seré de Club Chico, porque me gusta amargarles la fiesta, no a
los jugadores que después de todo son como nosotros, sólo
que con más suerte y más guita, ni siquiera a la hinchada
grande por más que nos insulte cuando hacemos un fau y festeje
ruidosamente cuando el otro nos propina un hachazo en la canilla. Me
gusta arruinarles la fiesta, sobre todo a los dirigentes, esos
industriales bien instalados en su cochazo, en su piso de la Rambla y
en su mondongo, señores cuya gimnasia sabatina o dominical
consiste en sentarse muy orondos, arriba en el palco oficial, y desde
ahí ver cómo allá abajo nos reventamos, nos
odiamos, nos derretimos en sudores, y cuando sus jugadores ganan,
condescienden a llegar al vestuario y a darles una palmadita en el
hombro, disimulando apenas el asco que les provoca aquella piel
todavía sudada, y en cambio, cuando sus jugadores pierden, se
van entonces directamente a su casa, esta vez por supuesto sin ocultar
el asco. En verdad, en verdad os digo que yo ignoro si hacen eso, pero
me lo imagino. Es decir, tengo que imaginarlo así, porque una
cosa son las instrucciones del entrenador, que por supuesto trato de
cumplir si no son demasiado absurdas, y otra cosa son las instrucciones
que yo me doy, verbigracia vamo vamo número ocho hay que aguarle
la fiesta a ese presidente cogotudo, jactancioso y mezquino, que viene
al estadio con sus tres o cuatro nenes que desde ya tienen caritas de
futuros presidentes cogotudos. Bueno, no sé ni siquiera si tiene
hijos, pero tengo que imaginarlo así porque soy el número
ocho, insustituible titular de un Club Chico y, ya que cobro poco,
tengo que inventarme recompensas compensatorias y de esas recompensas
inventadas la mejor es la posibilidad de aguarle la fiesta al cogotudo
presidente del Grande, a fin de que el lunes, cuando concurra a su
Banco o a su banca, pase también su vergüenza rica, su
vergüenza suntuosa, así como nosotros, los que andamos en
la segunda mitad de la tabla, sufrimos, cuando perdemos, nuestra
vergüenza pobre. Pero, claro, no es lo mismo, porque los Grandes
siempre tienen la obligación de ganar, y los Chicos, en cambio,
sólo tenemos la obligación de perder lo menos posible. Y
cuando no ganamos y volvemos al barrio, la gente no nos mira con
menosprecio sino con tristeza solidaria, en tanto que al presidente
cogotudo, cuando vuelve el lunes a su Banco o a su banca, la gente, si
bien a veces se atreve a decirle qué barbaridad doctor porque
ustedes merecieron ganar y además por varios goles, en realidad
está pensando te jodieron doctor qué salsa les dieron
esos petizos. Por eso a mí no me importa ser número ocho
titular y que no me pidan autógrafos aquí en la playa ni
en el cine ni en Dieciocho. Los partidos no se ganan con
autógrafos. Se ganan con goles y ésos los sé
hacer. Por ahora al menos. También es un consuelo que la playa
sea mía, y como mía pueda recorrerla descalzo, casi
desnudo, sintiendo el sol en la espalda y la brisa en los ojos, o
tendiéndome en las rocas pero de cara al mar, consciente de que
atrás dejo la ciudad que me espía o me protege,
según las horas y según mi ánimo, y adelante
está esa llanura líquida, infinita, que me lame, me
salpica, a veces me da vértigo y otras veces me brinda una
insólita paz, un extraño sosiego, tan extraño que
a veces me hace olvidar que soy número ocho.
3.
Alejandra. Lo extraño había sido que Benja conociera sus
manos antes que su rostro, o mejor aún, que se enamorara de sus
manos antes que de su rostro. Él regresaba de San Pablo en un
vuelo de Pluna. El equipo se había trasladado para jugar dos
amistosos fuera de temporada, pero Benja sólo había
participado en el primero porque en una jugada tonta había
caído mal y el desgarramiento iba a necesitar por lo menos cinco
días de cuidado, así que el preparador físico
decidió mandarlo a Montevideo para que allí lo atendieran
mejor. De modo que volvía solo. A la media hora de vuelo se
levantó para ir al baño y cuando regresaba a su sitio
tuvo la impresión de ser mirado pero él no miró.
Simplemente se sentó y reinició la lectura de Agatha
Christie, que le proponía un enigma afilado, bienhumorado y
sutil como todos los suyos.
De pronto percibió que algo singular estaba ocurriendo. En el
respaldo que estaba frente a él apareció una mano de
mujer. Era una mano delgada, de dedos largos y finos, con uñas
cuidadas pero sin color. Una mano expresiva, o quizá que
expresaba algo, pero qué. A los dos o tres minutos hizo
irrupción la otra mano, que era complementaria pero no igual.
Cada mano tenía su carácter, aunque sin duda
compartían una inquietante identidad. Benja no pudo continuar su
lectura. Adiós enigma y adiós Agatha. Las manos se
movían con sobriedad, se rozaban a veces. Él
imaginó que lo llamaban sin llamarlo, que le contaban una
historia, que le ofrecían respuestas a interrogantes que
aún no había formulado; en fin, que querían ser
asidas. Y lo más preocupante era que él también
quería asirlas, con todos los riesgos que un acto así
podía implicar, verbigracia que la dueña de aquellas
manos llamara inmediatamente a la azafata, o se levantara, enfrentada a
su descaro, y le propinara una espléndida bofetada, con toda la
vergüenza, adicional y pública, que semejante castigo
podía provocar. Hasta llegó a concebir, como un destello,
un título, a sólo dos columnas (porque era número
ocho, pero sólo de un Club Chico): conocido futbolista uruguayo
abofeteado en pleno vuelo por dama que se defiende de agresión
sexual.
Y sin embargo las manos hablaban. Sutiles, seductoras,
finísimas, dialogaban uña a uña, yema a yema, como
creando una espera, construyendo una expectativa. Y cuando fue ordenado
el ajuste de los cinturones de seguridad, desaparecieron para cumplir
la orden, pero de inmediato volvieron a poblar el respaldo y con ello a
convocar la ansiedad del número ocho, que por fin decidió
jugarse el todo por el todo y asumir el riesgo del ridículo, el
escándalo y el titular a dos columnas que acabaran con su
carrera deportiva. De modo que, tomada la difícil
decisión y tras ajustarse también él el
cinturón, avanzó su propia mano hacia los dedos
cautivantes, que en aquel preciso momento estaban juntos. Notó
un leve temblor, pero las manos no se replegaron. La suya
prolongó aquel extraño contacto por unos segundos, luego
se retiró. Sólo entonces las otras manos desaparecieron,
pero no pasó nada. No hubo llamada a la azafata ni bofetada.
Él respiró y quedó a la espera. Cuando el
avión comenzaba el descenso, una de las manos apareció de
nuevo y traía un papel, más bien un papelito, doblado en
dos. Benja lo recogió y lo abrió lentamente. Conteniendo
la respiración, leyó: 912437.
Se sintió eufórico, casi como cuando hacía un gol
sobre la hora y la hinchada del barrio vitoreaba su nombre y él
alzaba discretamente un brazo, nada más que para comunicar que
recibía y apreciaba aquel apoyo colectivo, aquel afecto, pero
los compañeros sabían que a él no le gustaba toda
esa parafernalia de abrazos, besos y palmaditas en el trasero, algo que
se había vuelto habitual en todas las canchas del mundo.
Así que cuando metía un gol sólo le tocaban un
brazo o le hacían desde lejos un gesto solidario. Pero ahora,
con aquel prometedor 912437 en el bolsillo, descendió del
avión como de un podio olímpico y diez minutos
después pudo mirar discretamente hacia la dueña de las
manos, que en ese instante abría su valija frente al funcionario
aduanero, y Benja comprobó que el rostro no desmerecía la
belleza y la seducción de las manos que lo habían enamorado.
4.
Benja y Martín se encontraron como siempre en la pizzería
del sordo Bellini. Desde que ambos integraran el cuadrito juvenil de La
Estrella habían cultivado una amistad a prueba de balas y
también de codazos y zancadillas. Benja jugaba entonces de
zaguero y sin embargo había terminado en número ocho.
Martín, que en la adolescencia fuera puntero derecho, más
tarde (a raíz de una sustitución de emergencia, tras
lesiones sucesivas y en el mismo partido del golero titular y del
suplente) se había afincado y afirmado en el arco y hoy era uno
de los guardametas más cotizados y confiables de Primera A.
El sordo Bellini disfrutaba plenamente con la presencia de los dos
futbolistas. Él, que normalmente no atendía las mesas
sino que se instalaba en la caja con su gorra de capitán de
barco, cuando Martín y Benja aparecían, solos o
acompañados, de inmediato se arrimaba solícito a dejarles
el menú, a recoger los pedidos, a recomendarles tal o cual plato
y sobre todo a comentar las jugadas más notables o más
polémicas del último domingo.
Era algo así como el fan particular de Benja y Martín y
su caballito de batalla era hacerles bromas cada vez que, por azares
del fixture, debían jugar frente a frente, ellos dos que eran
tan amigos. Y el sordo mantenía al día su contabilidad
particular. En los tres años que ambos llevaban en Primera A,
Benja sólo le había hecho a Martín dos goles, pero
de penal, y más de una vez el golero le había sacado al
corner uno de esos fulminantes cabezazos que hacían el delirio
de la hinchada y que constituían el más preciado don del
número ocho. Cuando estoy frente al gol, decía Benja, mi
obsesión es introducir la pelota en un ángulo
absolutamente inalcanzable, y ahí no hay golero amigo que valga,
pero si tengo la mala suerte de que el tipo que está en el arco
me ataja el zurdazo o lo que sea, entonces prefiero que el que se luzca
sea Martín y no otro.
El sordo llevaba la cuenta, con el mismo rigor que una computadora, de
todas las atajadas de Mar tín, desglosándolas en varias
categorías: con los puños, con una mano y al corner,
retención con ambas manos, abandono momentáneo del arco a
la manera de un back de antaño. Y también la
nómina de los tiros al arco efectuados por Benja: de derecha, de
zurda, de cabeza, de chilena, tiros muy desviados, apenas desviados,
los que daban en el travesaño, en el poste izquierdo, en el
derecho, los tantos anulados por “orsai”, los penales errados y los
acertados, y como corolario, los rotundos y gloriosos goles
efectivamente convertidos.
A Benja y a Martín les divertía aquel culto singular, que
oficiaba de memoria plural, pero si bien nunca lo admitían con
todas las letras, ni siquiera en sus diálogos privados, en el
fondo todo ello halagaba sus respectivas y modestas vanidades y
constituía un motivo adicional (además de los
ñoquis a la boloñesa y los capeletis a la caruso y el
buen tinto de la casa) para hacerles coincidir, al menos una vez por
semana, en el local de Bellini, que, aunque en los hechos (y en los
precios) había ascendido con justicia a la categoría de
restaurante, aún seguía mostrando en su refulgente
neón bicolor su condición original de pizzería.
Sólo cuando, después de los comentarios y risotadas de
rigor, el sordo consideró oportuno regresar a su puente de
mando, o sea la caja, Martín empezó a poner sus
preocupaciones y dudas sobre la mesa. Comenzó con rodeos,
aproximándose al tema pero sin abordarlo directamente. Por
ejemplo, preguntándole a un Benja, más callado que de
costumbre, si pensaba en España o en Brasil. Que no pensaba
nada, dijo Benja, pero el otro fue contundente: pues yo sí.
Benja comentó que hacía bien, que todo era
cuestión de temperamento. O de alergias. Y Martín,
qué temperamento ni qué alergias, vos podés pegar
el brinco más fácilmente que cualquier otro; un buen
delantero siempre es codiciable, ya que es un producto que no abunda;
para los dirigentes los campeonatos se ganan con los goles que se
meten, no con los que se evitan. Benja intenta refutar y recuerda que
ha habido sonados pases de goleros. Sí, ya sé: Fillol,
Pumpido, y ahora ese ruso Dassaev. Pero no vas a comparar, es tan raro
que los intermediarios se rompan los cuernos por conseguir el pase de
un arquero. Ustedes los delanteros son los que maradonean, los que
prometen (y a veces consiguen) el paraíso; decime Benja,
cuántos números ocho tiene este país que puedan
verdaderamente hacerte sombra; tenés que irte y si podés
no cruces el charco chico sino el charco grande. España, Italia.
Además, sos el modelito más codiciado aquí,
allá y acullá, o sea el número ocho que colabora
con la defensa, domina el medio campo, pasa como un maestro, y por
añadidura, hace goles de campeonato. Te juro que si yo fuera
delantero ya me habría ido, pero no soy un metegoles sino un
evitagoles y eso no cuenta. Si en un partido te meten tres,
sabés cómo te putean: si te rompiste todo y no te hacen
ninguno, si te pasaste los noventa minutos sacando pelotas imposibles y
aguantaste todo el chaparrón de una delantera dribleadora,
sorpresiva, potente, nadie se acuerda, pero si en un solo contraataque
el número diez pescó a la defensa adelantada y
corrió como un gamo e hizo el gol, el héroe es él,
nunca el atajapelotas que quedó allá atrás,
olvidado y a solas. En cambio, cuando el equipo contrario mete un gol,
no se lo hace al cuadro entero sino al guardameta, es él quien
falla en el instante decisivo, el que pese a la estirada no pudo
alcanzar la pelota, el que tiene que ir mansa y humilladamente a
recogerla en el fondo de la red, y también el que es enfocado
por las cámaras para que el espectador pueda aquilatar su
vergüenza, su bronca, su desconcierto, como contrapeso de la
euforia, el estallido y la corrida triunfal del otro enfocado, o sea el
autor del gol. Y encima te pasan el replay, para que tu
humillación se duplique, se triplique, se multiplique hasta el
infinito.
Martín concluyó su parrafada y miró a Benja, como
pidiéndole apoyo. Pero el número ocho tomó
despacito media copa de tinto, se limpió la boca con la
servilleta, sonrió al mundo en general y dijo: “Tengo novia”.
5.
En realidad, se había portado con paciencia y discreción.
Tras el idilio manual del vuelo Pluna, dejó pasar tres
días antes de llamar al 912437, cohibido tal vez por la secreta
sospecha de que aquel número no existiera o sólo fuera
una broma de la dueña de las manos. Por fin, el lunes
(aprovechando que por suerte no había entrenamiento) se
decidió a telefonear y si bien al comienzo la insistente llamada
en el vacío pareció confirmar sus temores, precisamente
cuando iba a colgar alguien decidió responder y él no
dudó de que aquella voz era la de ella.
Hola, soy el del avión, dijo como fórmula introductoria
suficientemente ensayada. Ah, dijo la voz, yo soy la de las manos.
Sí, claro, me llamo Benjamín. Ya lo sé, y te dicen
Benja, yo soy Alejandra y me dicen Ale. Parece que a la gente ya no le
gustan los nombres largos. No, más bien creo que es la ley del
menor esfuerzo. ¿Te gustaría que nos
encontráramos?, preguntó él haciendo lo posible
para que la expectativa no se tradujera en tartamudeo. Me
gustaría. Y la otra voz era firme, sin la menor
preocupación por evitar las vacilaciones.
De modo que se encontraron, a la tarde siguiente, en Los Nibelungos. El
lugar lo había sugerido Benja, que jamás iba a esa
confitería, distinguida si las hay, creyendo sinceramente que
era el sitio más adecuado para un primer contacto. Sólo
después advirtió que cualquier boliche de barrio
habría sido mejor.
A esa hora de la tarde, todas las mesas de Los Nibelungos estaban
ocupadas. Las tortas de manzana, las frutillas mit Sahne, las
caracolas, los ochos, los merengues, las palmitas alemanas, colmaban
las bandejas de los camareros, entre los que todavía se contaban
algunos veteranos que, a través de los años y las
vicisitudes, habían atendido a varios estratos de burgueses
alegres, burgueses contritos, burgueses monologantes, burgueses
activos, burgueses retirados, y también a señoras
locuaces, militares camuflados, nietos y bisnietos de ex nazis
domésticos, jóvenes modelos de espalditas bronceadas,
garbosos locutores de televisión, parlamentarios de
ademán fatuo, terceros suplentes de mirada sumisa, y sólo
excepcionalmente a algún turista, fogueado y pez gordo,
sonriente entre aceitunas, precavidamente feliz con su muchacha en
flor. El humo de los cigarrillos formaba una discreta calima, surcada
por voces roncas o argentinas (en sus dos acepciones), carcajadas que
intentaban no ser risotadas, ceños respetables que se
fruncían y desfruncían al compás de temas y
anecdotario. Por supuesto, también había clientes no
particularmente diferenciados, gente que tomaba su chocolate con stolen
o su cerveza con sángüiches surtidos y mientras tanto
leía el diario o tomaba apuntes en libretas de tapas verdes. El
conjunto era un solo rumor que amontonaba sílabas y
sílabas pero no permitía identificar palabras y
coexistía con una vaharada espesa de tabaco y miel, de alcohol y
pan tostado.
Ale apareció con el mismo vestido que llevaba en el avión
(¿no tendrá otro?, pensó Benja, pero enseguida se
avergonzó de su frivolidad), estaba linda y parecía
contenta. El saludo, todavía formal, fue el pretexto para que
las manos se reconocieran y lo celebraran. Hubo una ojeada de
inspección recíproca y decidieron aprobarse con muy bueno
sobresaliente.
Mientras esperaban el té y la torta de limón, ella dijo
qué te parece si empezamos desde el principio. ¿Por
ejemplo? Por ejemplo por qué te decidiste a tocar mis manos. No
sé, tal vez fue pura imaginación, pero pensé que
tus manos me llamaban, era un riesgo, claro, pero un riesgo sabroso,
así que resolví correrlo. Hiciste bien, dijo ella, porque
era cierto que mis manos te llamaban. ¿Y eso?, balbuceó
el número ocho. Sucede que para vos soy una desconocida, yo en
cambio te conozco, sos una figura pública que aparece en los
diarios y en la televisión, te he visto jugar varias veces, en
el Estadio y en tu barrio, leo tus declaraciones, sé qué
opinás del deporte y de tu mundo y siempre me ha gustado tu
actitud, que no es común entre los futbolistas. No reniego de
mis compañeros, más bien trato de comprenderlos. Ya
sé, ya sé, pero además de todo eso, probablemente
el punto principal es que me gustás, y más me
gustó que te atrevieras con mis manos, ya que, dadas las
circunstancias, se precisaba un poquito de coraje para que tu cerebro
le diera esa orden a tus largos dedos. Tal vez no fuera el cerebro y
sí el corazón, sugirió Benja pero no bien lo dijo
le sonó empalagoso. Uyuy, quién te dice, a lo mejor
tenés el corazón en el cerebro. O viceversa. Bah, una
cosa es cierta. A pesar de que me gustás, jamás te
hubiera enviado seña alguna, pero el hecho de que
coincidiéramos en el mismo vuelo me pareció algo
así como un visto bueno del azar, y yo con el azar me llevo
bien, sigo moderadamente sus consejos, pero, claro, con la iniciativa
de mis manos sobrepasé el consejo del azar, todavía me
asombro, yo también arriesgué, ¿no? ¿Te
arrepentís? Espero que no. Bueno bueno, parece que me
conocés al dedillo, así que mejor contame un poco de vos.
Está bien: Alejandra Ocampo, veintidós años,
nací en Mercedes pero vivo desde los nueve años en
Montevideo, estudiaba en Humanidades pero dejé porque tuve que
trabajar, me gano la vida en publicidad, proyecto textos seductores
destinados a convencer a la pobre gente de que ingrese al mercado de
consumo, a menudo trato de poner algún alerta en las
entrelíneas, pero no puedo hacerlo siempre porque el jefe es
avispado y se da cuenta. ¿Tus padres? Zona amarga ésa,
están y no. Mi padre es uno de los uruguayos desaparecidos en
Argentina. Hace tiempo que admití ante mí misma que
está muerto, pero mi madre jamás lo admitirá
mientras no disponga del necesario, imprescindible cadáver, y en
esa esperanza dura, incontrolable, ha ido perdiendo su equilibrio. Mi
hermano me lleva dos años, es dibujante y trabaja en otra
agencia de publicidad (ya te habrás enterado de que es uno de
los pocos sectores en que hay laburo). El y yo tratamos de convencer a
mi madre de que es imposible que papá vuelva a estar entre
nosotros (lo desaparecieron en el 74), pero ella nos mira recelosa,
desconfiada, como si fuéramos cómplices de ese
no-regreso. Y sin embargo la ausencia del viejo también para
nosotros dos fue una catástrofe. Distinta a la de mamá,
pero sin duda una catástrofe. Aunque me veas animada y bastante
vital, tengo a veces mis bajones y lloro larga y desconsoladamente,
claro que a escondidas de mamá. Lloro porque es algo injusto,
porque el viejo era un hombre estupendo, al que quizá debo lo
mejor de mí misma. Ahora bien, he observado que cada vez
transcurre más tiempo entre uno y otro llanto. La
frustración y el sentimiento permanecen, quizá más
refinados y sutiles, pero la imagen física del viejo se va como
desdibujando, es una lástima pero es así.
Benja avanzó una mano hasta la de ella. Caramba, Ale (ella
sonrió ante el estreno del diminutivo), jamás
habría imaginado una historia así, no tenés cara
de desgracia. Onetti 1960, acotó ella. No, no tengo cara de
desgracia, la llevo bien guardada, para no olvidarla,
¿sabés? No tengo cara de desgracia porque no quiero que,
además de hundir a mi padre, me hundan también a
mí, no en la muerte sin duelo sino en la tristeza. Sé que
les cae mal que uno siga viviendo, y aunque fuera sólo por eso,
vale la pena vivir y disfrutar la vida.
6.
Ahora Sobredo hace un pase largo de cuarenta metros destinado a Robles
que no alcanza el esférico, el alero Pena ejecuta el óbol
en dirección a Seoane pero el joven centrocampista es duramente
marcado por Ortega, el árbitro dice aquí no ha pasado
nada, y entonces Ortega elude diestramente a Menéndez y a
Duarte, la acción es realmente espectacular y ahora toca la
pelota muy suave en dirección al goleador Ferrés, el
Benja Ferrés que cada vez juega mejor y que ahora entra como una
saeta, mueve la pelota con la izquierda, cambia de pierna, se viene, se
viene, el aguerrido defensa Murias intenta evitar el inminente disparo,
pero el Benja lo engaña con un extraordinario vaivén,
esto señores es un ballet, se viene, gooooooooool, el
impresionante tiro del número ocho penetra en el ángulo
izquierdo de la valla haciendo infructuosa la meritoria paloma del
veterano Sarubbi, quien para algunos escépticos ya no
está para estos trotes, gran jugada la del pibe Ortega y notable
la definición del artillero Ferrés, este Benja que
está reclamando a gritos su tan esperada inclusión en la
selección nacional, pero ya no como número ocho sino como
número nueve, pues es innegable su vocación de ariete. Es
con estos notables valores, que se formaron en el campito, es con estos
productos de la cantera doméstica, que podremos recuperar el
prestigio que otrora, etcétera.
En el tercer encuentro, que éste sí fue en un boliche,
Benja y Ale decidieron vivir juntos. Desde el segundo encuentro
había quedado claro que se necesitaban, tanto espiritual como
físicamente. Ale había advertido: Está bien, pero
no me lleves a una amueblada, ¿eh? Benja asintió con la
cabeza, se quedó un rato pensando y luego dijo que, gracias a
los premios a que se había hecho acreedor en la temporada
pasada, había podido comprarse un apartamentito en el
Cordón, pero todavía estaba vacío, sólo
había heladera y cocina de gas. Ale dio un gritito de
alegría: Lo amueblaremos juntos, yo también tengo ahorros.
Y lo amueblaron. De prisa. Aguijoneados por el deseo y también
por una tímida confianza en ser felices. Empezaron por lo
esencial, o sea cama, colchón, sábanas, fundas,
almohadas. Luego, una mesa de cocina que serviría para todo.
Había placares, de modo que se ahorraron el ropero.
Mínima vajilla, cubiertos, platos, manteles, servilletas, hasta
una cafetera eléctrica. Ella trajo dos cuadros que tenía
en casa de su madre y él aportó unos telares artesanales
que había traído de México, cuando fue con el
equipo.
El día en que todo estuvo listo, llevaron sidra, brindaron (el
orden fue meramente alfabético) por el amor, el fútbol y
la publicidad, entre los dos tendieron la cama doble, besándose
en cada cruce, con el mínimo pretexto de pasarse almohadas,
fundas, portátiles. Luego se enfrentaron, conmovidos,
entrelazaron sus manos ya que ellas habían sido las vanguardias,
de tácito acuerdo empezaron a desvestirse mutuamente,
amorosamente, hasta que el espectáculo de sus cuerpos, la
plenitud de sus desnudeces, los exaltó más aún y
se juntaron en el abrazo que tantas veces habían imaginado y que
de a poco los fue volcando en el flamante lecho, que así
quedó gloriosamente inaugurado.
7.
Nunca se lo he confesado a nadie, dijo Benja pocos días
más tarde mientras desayunaban en la cocina, pero a vos quiero
contártelo. Tengo sueños, ¿sabés? Todos
tenemos, dijo Ale. Sí, pero los míos son sueños de
fútbol. Qué romántico, dijo ella riendo. No te
burles, contigo no necesito soñar porque sueño despierto.
Sueño que estoy en la cancha, pero no con mis compañeros
de hoy. Estoy con Nazassi, Obdulio, Atilio García, Piendibeni,
Gambetta, el vasco Cea, Schiaffino, Petrone, Luis Ernesto Castro,
Abbadie y gente así, de distintas épocas, todo
entreverado. Pero, Benja, vos no los viste jugar. No, pero he
oído hablar tanto de todos ellos, para mi padre y mis
tíos siguen siendo ídolos y ellos me han hecho relatos
tan vivos de sus jugadas más célebres, que es casi como
si los hubiera visto. Y fíjate que no sueño con los de
ahora, Ruben Sosa, Francescoli, De León, Ruben Paz, Perdomo,
Seré, a los que admiro y he visto jugar, sino con aquellos
veteranos. ¿Y qué hacen en tus sueños?
¿Qué hacen? Jugadas extraordinarias. Una de esas noches
el vasco Cea me dio un pase notable y sólo tuve que tocarla para
hacer el gol. Y desde el fondo llega la voz de Nazassi,
alentándonos, amonestándonos, dirigiéndonos.
¿Y eso te sirve de algo en los partidos verdaderos? Sí
que me sirve, en realidad lo más extraño me ocurre en los
partidos reales. De pronto, en plena cancha, me veo jugar con los
viejos y no con mis compañeros actuales. Cuando advierto (no en
el sueño sino en la realidad) que quien va a ejecutar el
córner no es el pardo Soria sino el fabuloso Mandrake, entonces
sé que la pelota va a volar directamente hasta mi cabeza y
sólo tendré que darle un suave frentazo para colocarla en
el ángulo. Sin ir más lejos, eso fue lo que me
ocurrió el domingo. Y cuando, ya en los vestuarios, le
pregunté a Soria cómo hiciste para ponerla justito en mi
cabeza, él me dijo yo qué sé, fue rarísimo,
como si la pelota, después que la lancé, hubiera seguido
su propio rumbo hasta donde vos estabas, fue como si yo le hubiera dado
un efecto sensacional pero no le di nada. Otras veces voy avanzando con
la pelota y dos segundos antes de que el defensa contrario llegue a
hacerme una zancadilla más bien criminal, oigo desde lejos la
voz del negro Obdulio, cuidado botija, y puedo esquivar a aquel
bulldozer. Y te podría seguir contando. Es raro, dijo Ale, y
encendió un cigarrillo para pensar mejor. Es raro, sí,
repitió Benja, por eso no lo cuento a nadie.
8.
Desde que vivían juntos, Benja llevaba a Ale a la
pizzería. El sordo Bellini la había recibido poco menos
que con salvas, y la primera vez trajo un chianti para celebrarlo. Ale
había caído bien entre los amigos de Benja, y
especialmente Martín bromeaba preguntando al reducido auditorio
qué le habría visto a Benja semejante preciosura. Algo
habrá, decía el número ocho con aire de enigma,
pero Ale se ponía colorada, así que no repitió la
gracia.
Esta vez, cuando entró Martín, todos percibieron que
venía radiante. Albricias, proclamó el sordo con su
entusiasmo de costumbre, seguro que vos también te enamoraste.
Frío frío, dijo Martín, cada vez más
iluminado. Te sacaste la lotería, insinuó Ale.
Frío frío. Te contrata Peñarol. Tibio tibio.
¿Nacional? Tibio tibio. Bueno, todavía no me
enganchó nadie, pero el contratista Piñeirúa me
aseguró esta mañana que hay un club español y otro
italiano que se interesan por este joven y notable portero (te juro que
dijo portero). Martín que no ni no, gritó Benja
levantando los brazos. Hubo aplausos, abrazos, besos de Ale. Esperen
muchachos, vamos a no festejar antes de tiempo, parece que la
decisión la tomará el domingo, justo el día que
jugamos contra ustedes, Benja, de modo que cuando te enfrentes al arco
pateá con ganas así me luzco. Pierda cuidado,
míster, cumpliré sus instrucciones.
También él estaba contento, porque sabía
cuánto deseaba su compinche dejar este mercadito deportivo para
consagrarse en un supermercado de veras. A partir de ese momento todos
fueron proyectos. Martín no tenía pareja, así que
iría solo, y eso facilitaba las cosas. Ya te veo venir en las
vacaciones con una galleguita colgada al pescuezo, intercambio cultural
que le dicen. ¿Y por qué no? Mirá que han mejorado
mucho, dijo Ale, ¿querés que te preste ¡Hola! para
que vayas haciendo boca? Bueno, tampoco exageres, no vayas a culminar
tu carrera como violador de menores. En todo caso, de menoras. No
jodan, che, el trabajo es lo primero. Te desconozco, flaco. ¿Me
da la bendición, padre Martín? Ahora hablando en serio,
¿qué tal te sentís para el domingo, Benja? Como un
potrillo.
9.
Faltan apenas tres minutos para la conclusión de este excelente
partido y el score se mantiene igualado en un gol por bando, resultado
a todas luces justo y que a esta altura ya parece inamovible aunque
ahora avanzan los anaranjados en lo que podría ser la
última tentativa para vulnerar por segunda vez la valla de
Martín Riera, que esta tarde (digamos que el único gol
que le hicieron era sencillamente inatajable) ha confirmado su gran
categoría al evitar varios goles que parecían cantados,
en este momento lleva la pelota el puntero Suárez con su
característica parsimonia, elude limpiamente a dos defensas y la
cede a Henríquez, quien sin dejarla picar la toca hacia
Ferrés, que la empalma sin problema, la pisa de espaldas al
arco, se la pone virtualmente en los pies a Soria, qué calidad
señores, Soria sin pensarlo dos veces la devuelve a
Ferrés, jugada de pizarrón pero qué
pizarrón, se viene, falla el zaguero Zamora al intentar el
quite, sigue el Benja con el esférico, va a tirar, se viene,
tiró, gooooooooool, increíble mis amigos, el
balón, impulsado con gran picardía, le ha pasado a
Martín Riera por entre las piernas, sí señores,
aunque parezca increíble le ha pasado por entre las piernas, es
algo insólito, desacostumbrado, asombroso, rarísimo, y
aquí me faltan los sinónimos, que un arquero de la
experiencia y calidad de Riera, a punto de ser transferido a un famoso
club europeo, haya cometido un error tan garrafal que no sería
de extrañar hipoteque el futuro de su hasta ahora brillante
historial deportivo. Como se imaginarán los radioescuchas, la
astucia de Ferrés, el extraordinario número ocho de los
anaranjados, es todavía ruidosamente festejada en las tribunas,
etcétera.
10.
Cuando salían de la cancha, los abucheos y silbidos dedicados a
Martín fueron de película. Benja no estaba en
ánimo de festejar el triunfo, aunque en las duchas los
demás cantaban a grito pelado y todos lo abrazaban por aquel
golazo fenomenal. Benja no podía dejar de pensar en
Martín. La otra noche, en la pizzería, le había
dicho: Cuando te enfrentes al arco, tirá con ganas, así
me luzco. Bueno, y él había tirado con ganas. Cómo
iba a imaginar que a un golero como Martín la pelota le fuera a
pasar por entre las piernas. Benja bien sabía que, de
aquí a la Polinesia, para un golero eso significaba la
vergüenza universal. ¿Estaría el agente europeo en
la tribuna? ¿Cómo podía el bueno de Martín
tener tanta mala suerte?
Esa misma noche, Benja (solo, sin Ale) fue a casa de Martín pero
no lo encontró. Estaba muy abatido, dijo el padre. Qué
horrible, don Riera, que haya sido justamente yo. No te preocupes,
él no te echa ninguna culpa. Sólo está furioso
consigo mismo. Dice que pensó que vos ibas a tirar a un
ángulo. Y tiré a un ángulo, don Riera, pero la
pelota rozó apenas a un back de ellos, creo que nadie se dio
cuenta y entonces la pelota se desvió y lo encontró a
Martín totalmente descolocado. En las entrevistas que me
hicieron al terminar el partido yo dije eso varias veces como
explicación. Sí, él te lo agradece, se dio cuenta
de tu intención, pero lo que queda de este partido es que a
Martín le hicieron un gol por entre las piernas.
Benja fue a tres cafés que frecuentaba Martín y en el
tercero lo encontró. Estaba un poco borracho, y eso era grave
porque Martín nunca bebía. Se acabó el viaje,
Benja, y no sólo eso, también se acabó mi carrera
aquí, no hay golero que sobreviva a que le hagan un gol por
entre las piernas. Benja dedicó dos horas a darle ánimos.
Yo me siento tan mal como vos, Martín, no puedo acostumbrarme a
la idea de que justamente yo te haya hecho eso. No, Benja, no me
hiciste nada, todo me lo hice yo. No sirvo para golero. Ni para nada.
¿Pero estaba el contratista de España? Estaba. Y aunque
no estuviera. Con las fotos que mañana aparecerán en los
diarios, alcanza y sobra. Seguro que hasta las publican en
España y en Italia. Cualquier día se van a perder ese
manjar. Y no sólo la foto sino el comentario: Y ésta es
la maravilla que íbamos a importar del Tercer Mundo. Por otra
parte, ya me dijo el entrenador que, por prudencia, no voy a ser
titular por tres o cuatro partidos. Mirá, Benja de esto no me
repongo ni atajando tres penales en una sola tarde. Pero Martín,
no quiero verte así, tenés 21 años, te queda la
vida, toda la vida. ¿Sabés lo que pasa? Pasa que para
mí la vida es el fútbol, más aún, mi vida
son los tres palos. Es como si me hubiera quedado sin vida.
Por solidaridad, Benja también se emborrachó y luego lo
acompañó, llorando a dúo, hasta la casa de sus
padres. El viejo Riera estaba despierto y dijo: Gracias, Benja, sos el
mejor amigo de mi hijo.
11.
El viernes, la noticia inauguró el noticiero de todos los
canales: El ambiente futbolístico ha sido conmovido por un hecho
inesperado y luctuoso. El conocido golero Martín Riera se ha
pegado un tiro. Tanto el entrenador como sus compañeros de
equipo atribuyen el suicidio a la profunda depresión que
sufrió este excelente guardameta el domingo último, con
motivo del fallo, realmente insólito en un jugador de su
jerarquía, al serle marcado el segundo sol, casi sobre la hora,
que significó precisamente la derrota de su equipo. Tanto este
cronista como todo el equipo del noticiero hacemos llegar a los
familiares de Martín Riera nuestras más sentidas
condolencias.
Benja estaba destruido y Ale no sabía qué hacer. Ni uno
ni otra habían escuchado directamente la noticia. Fue el sordo
Bellini quien telefoneó para comentarla y se encontró con
que ellos la ignoraban. No puedo creerlo, decía aquel buenazo,
no puedo creerlo. ¿Cómo puede matarse alguien sólo
porque le metan un gol? Ni que estuviéramos en la Edad Media.
Jamás se lo perdonaré, jamás, cómo puede
habernos hecho eso a vos y a mí. No esperó a que Benja
dijera algo (en realidad, habría esperado en vano, ya que el
número ocho estaba temblando de tristeza, sentimiento de culpa y
desconcierto), con la voz quebrada dijo chau Benja y colgó.
Benja lloró como una criatura. Ale también, de modo que
sus caricias no servían de consuelo. Y pensar que yo lo
llevé a eso. No seas tonto, Benja, decía ella, él
mismo te pidió que lo emplearas a fondo porque quería
lucirse ante el agente europeo. Ya lo sé, ya lo sé. Pero,
¿por qué tuve que ser precisamente yo? Hubo por lo menos
diez tiros peligrosos en ese segundo tiempo y él atajó
todos como siempre, estirándose, arrojándose de palo a
palo, alzando la pelota sobre el travesaño. Pero de eso nadie se
acordó cuando la chiflatina del final, sólo lo juzgaron
por ese maldito disparo mío. ¿Cómo podré
entrar de nuevo en una cancha?
Ale lo besaba, lo abrazaba, lo defendía de sí mismo y de
las fotografías que en las portadas del lunes habían
documentado para siempre aquel gol de antología, así
decía uno de los morbosos titulares. ¿Cómo voy a
enfrentarme al viejo Riera, a ese pobre hombre que me dijo que yo era
el mejor amigo de su hijo? ¿Y acaso no era cierto?
Besándose entre lágrimas, abrazándose poco menos
que entre espasmos de dolor, de pronto advirtieron que una ola de
ternura los había invadido y que, casi sin buscarlo, estaban
haciendo el amor. Y Benja y Ale tuvieron en ese instante la certeza de
que en esa misma jornada, cuando una vida cercana, entrañable,
había decidido abandonarlos, ellos estaban creando una nueva,
que por supuesto se llamaría Martín.
12.
Este cementerio es de pobres, sin grandes monumentos mortuorios ni
enormes lápidas de mármol con letras doradas. Este
cementerio es de cruces sencillas, de adioses casi cursis en placas
herrumbrosas, de caminos con pozos y pastitos quebrados, de gente
humilde doblada sobre flores.
Habló el presidente del Club y pareció sincero.
Historió la trayectoria amateur y profesional de Martín
Riera. Dijo que en estos momentos era el mejor golero del fútbol
uruguayo, pero que además era un formidable ser humano, un
constante animador del equipo, un gran compañero, y que incluso
su trágico gesto era en cierto modo un colmo de dignidad, un
alarde de vergüenza en estos tiempos tan desvergonzados.
Junto al féretro estaba todo el equipo, incluido el golero
suplente, que ahora ascendía al primero y sin embargo
maldecía esa buena suerte. También había jugadores
de los equipos de Primera A, incluso de los dos Grandes.
Cuando todo terminó y aquella multitud todavía asombrada
empezó a disgregarse (éstos habrían llenado la
Colombes, murmuró sombríamente un hincha del
montón, quizá uno de los que lo habían abucheado
el último domingo), Benja y Ale se quedaron un rato, quietos y
callados. No era fácil desprenderse de Martín.
Después, Benja puso su brazo sobre los hombros de la muchacha.
Dejo el fútbol, Ale. Ella dijo que se lo temía, pero que
tal vez era mejor no tomar ninguna decisión apresurada, pues
ahora estaba demasiado afectado por la muerte de Martín. No,
dijo él, con los ojos secos: Anoche, en esas dos horas que
dormí, tuve uno de mis sueños. ¿Y? Y bueno, ya
había terminado el partido, pero yo estaba todavía en la
cancha y no sé por qué tenía la pelota bajo el
brazo (eso sólo pasa en los sueños porque en la realidad
la pelota se la lleva el árbitro), el público iba
vaciando lentamente las tribunas, y de pronto sentí que alguien
me tocaba el codo, suavemente, como con afecto, y me di vuelta. Eran
Nazassi y Obdulio. A falta de uno, eran dos capitanes. Y uno de ellos,
no sé cuál, me dijo: Dame la pelota, botija, y se la di.
No tenés ninguna culpa, pero no tires más al arco.
Siempre te vas a acordar de Martín y así no es posible
meter goles. Dejá la globa, pibe, ahora que todos te quieren. Es
duro dejar las canchas, nosotros bien que lo sabemos, pero será
mucho más duro si esperás a dejarlas cuando empiecen a
chiflarte porque errás goles seguros, penales decisivos. Y los
dos me miraban con un cariño tan sobrio, tan poco escandaloso,
pero tan real que dije que sí con la cabeza y los abracé,
no como a fantasmas sino como a capitanes. Y es por eso que dejo, Ale,
porque como siempre tienen razón.
Ale se arrimó más a su hombre. Le tomó las manos
con sus manos, esas conocidas de siempre. Ya pensaremos después
sobre el futuro, dijo ella. Sólo entonces empezaron a alejarse
de Martín y su cruz, caminando a pasos lentos sobre ese pastito
quebrado que es el césped del pobre. El césped.