Venecia
¡Terrazas! Góndolas con ritmos de cadera. Fachadas que
reintegran tapices persas en el agua. Remos que no terminan nunca de
llorar.
El silencio hace gárgaras en los umbrales, arpegia un
“pizzicato” en las amarras, roe el misterio de las casas cerradas.
Al pasar debajo de los puentes, uno aprovecha para ponerse colorado.
Bogan en la Laguna, “dandys” que usan un lacrimatorio en el bolsillo
con todas las iridiscencias del canal, mujeres que han traído
sus labios de Viena y de Berlín para saborear una carne de color
aceituna, y mujeres que sólo se alimentan de pétalos de
rosa, tienen las manos incrustadas de ojos de serpiente, y la quijada
fatal de las heroínas d’Annunzianas.
¡Cuando el sol incendia la ciudad, es obligatorio ponerse un alma
de Nerón!
En los “piccoli canali” los gondoleros fornican con la noche,
anunciando su espasmo con un triste cantar, mientras la luna engorda,
como en cualquier parte, su mofletudo visaje de portera.
Yo dudo que aún en esta ciudad de sensualismo, existan falos
más llamativos, y de una erección más precipitada,
que la de los badajos del “campanile” de San Marcos.