Oliverio Girondo

Oliverio Girondo

1891-08-17 Buenos Aires
1967-01-24 Buenos Aires
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Algunos Poemas

¿que Las Poleas Ya No Se Contentan Con Devorar Millares

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¿Que las poleas ya no se contentan con devorar millares y
millares de dedos meñiques? ¿Que las máquinas de
coser amenazan zurcirnos hasta los menores intersticios? ¿Que la
depravación de las esferas terminará por degradar a la
geometría?

Es bastante intranquilizador —sin duda alguna— comprobar que no existe
ni una hectárea sobre la superficie de la tierra que no encubra
cuatro docenas de cadáveres; pero de allí a considerarse
una simple carnaza de microbios... a no concebir otra aspiración
que la de recibirse de calavera...

Lo cotidiano podrá ser una manifestación modesta dejo
absurdo, pero aunque Dios —reencarnado en algún sacamuelas— nos
obligara a localizar todas nuestras esperanzas en los escarbadientes,
la vida no dejaría de ser, por eso, una verdadera maravilla.

¿Qué nos importa que los cadáveres se descompongan
con mucha más facilidad que los automóviles?
¿Qué nos importa que familias enteras —¡llenas de
señoritas!— fallezcan por su excesivo amor a los hongos
silvestres?...

El solo hecho de poseer un hígado y dos riñones
¿no justificaría que nos pasáramos los días
aplaudiendo a la vida y a nosotros mismos? ¿Y no basta con abrir
los ojos y mirar, para convencerse que la realidad es, en realidad, el
más auténtico de los milagros?

Cuando se tienen los nervios bien templados, el espectáculo
más insignificante —una mujer que se detiene, un perro que
husmea una pared— resulta algo tan inefable... es tal el cúmulo
de coincidencias, de circunstancias que se requieren —por ejemplo— para
que dos moscas aterricen y se reproduzcan sobre una calva, que se
necesita una impermeabilidad de cocodrilo para no sufrir, al
comprobarlo, un verdadero síncope de admiración.

De ahí ese amor, esa gratitud enorme que siento por la vida,
esas ganas de lamerla constantemente, esos ímpetus de
prosternación ante cualquier cosa... ante las estatuas
ecuestres, ante los tachos de basura...

De ahí ese optimismo de pelota de goma que me hace reír,
a carcajadas, del esqueleto de las bicicletas, de los ataques al
hígado de los limones; esa alegría que me incita a
rebotar en todas las fachadas, en todas las ideas, a salir corriendo
—desnudo!— por los alrededores para hacerles cosquillas a los
gasómetros... a los cementerios....

Días, semanas enteras, en que no logra intranquilizarme ni la
sospecha de que a las mujeres les pueda nacer un taxímetro entre
los senos.

Momentos de tal fervor, de tal entusiasmo, que me lo encuentro a Dios
en todas partes, al doblar las esquinas, en los cajones de las mesas de
luz, entre las hojas de los libros y en que, a pesar de los esfuerzos
que hago por contenerme, tengo que arrodillarme en medio de la calle,
para gritar con una voz virgen y ancestral:

“¡Viva el esperma... aunque yo perezca!”

El 31 De Febrero, A Las Nueve Y Cuarto De La Noche

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El 31 de febrero, a las nueve y cuarto de la noche, todos los
habitantes de la ciudad se convencieron que la muerte es ineludible.

Enfocada por la atención de cada uno, esta evidencia, que por lo
general lleva una vida de araña en los repliegues de nuestras
circunvoluciones, tendió su tela en todas las conciencias, se
derramó en los cerebros hasta impregnarlos como a una esponja.

Desde ese instante, las similitudes más remotas sugerían,
con tal violencia, la idea de la muerte, que bastaba hallarse ante una
lata de sardinas —por ejemplo— para recordar el forro de los
féretros, o fijarse en las piedras de una vereda, para descubrir
su parentesco con las lápidas de los sepulcros. En medio de una
enorme consternación, se comprobó que el revoque de las
fachadas poseía un color y una composición
idéntica a la de los huesos, y que así como resultaba
imposible sumergirse en una bañadera, sin ensayar la actitud que
se adoptaría en el cajón, nadie dejaba de sepultarse
entre las sábanas, sin estudiar el modelado que
adquirirían los repliegues de su mortaja.

El corazón, sobre todo, con su ritmo isócrono y
entrañable, evocaba las ideas más funerarias, como si el
órgano que simboliza y alimenta la vida sólo tuviera
fuerzas para irrigar sugestiones de muerte. Al sentir su tic-tac sobre
la almohada, quien no llorara la vida que se le iba yendo a cada
instante, escuchaba su marcha como si fuese el eco de sus pasos que se
encaminaran a la tumba, o lo que es peor aun, como si oyese el latido
de un aldabón que llamara a la muerte desde el fondo de sus
propias entrañas.

La urgencia de liberarse de esta obsesión por lo mortuorio, hizo
que cada cual se refugiara —según su idiosincrasia— ya sea en el
misticismo o en la lujuria. Las iglesias, los burdeles, las posadas,
las sacristías se llenaron de gente. Se rezaba y se fornicaba en
los tranvías, en los paseos públicos, en medio de la
calle... Borracha de plegarias o de aguardiente, la multitud
abusó de la vida, quiso exprimirla como si fuese un
limón, pero una ráfaga de cansancio apagó, para
siempre, esa llama rada de piedad y de vicio.

Los excesos del libertinaje y de la devoción habían
durado lo suficiente, sin embargo, como para que se demacraran los
cuerpos, como para que los esqueletos adquiriesen una importancia cada
día mayor. Sin necesidad de aproximar las manos a los focos
eléctricos, cualquiera podía instruirse en los detalles
más íntimos de su configuración, pues no
sólo se usufructuaba de una mirada radiográfica, sino que
la misma carne se iba haciendo cada vez más traslúcida,
como si los huesos, cansados de yacer en la oscuridad, exigieran salir
a tomar sol. Las mujeres más elegantes —por lo demás—
implantaron la moda de arrastrar enormes colas de crespón y no
contentas con pasearse en coches fúnebres de primera, se
ataviaban como un difunto, para recibir sus visitas sobre su propio
túmulo, rodeadas de centenares de cirios y coronas de
siemprevivas.

Inútilmente se organizaron romerías, kermeses, fiestas
populares. Al aspirar el ambiente de la ciudad, los músicos,
contratados en las localidades vecinas, tocaban los “charlestons” como
si fuesen marchas fúnebres, y las parejas no podían
bailar sin que sus movimientos adquiriesen una rigidez siniestra de
danza macabra. Hasta los oradores especialistas en exaltar la
voluptuosidad de vivir resultaron de una perfecta ineficacia, pues no
solo los tópicos más experimentados adquirían,
entre sus labios, una frigidez cadavérica, sino que el auditorio
sólo abandonaba su indiferencia para gritarles: “¡Muera
ese resucitado verborrágico! ¡A la tumba ese bachiller de
cadáver!”

Esta propensión hacia lo funerario, hacia lo esqueletoso,
¿podía dejar de provocar, tarde o temprano, una verdadera
epidemia de suicidios?

En tal sentido, por lo menos, la población demostró una
inventiva y una vitalidad admirables. Hubo suicidios de todas las
especies, para todos los gustos; suicidios colectivos, en serie, al por
mayor. Se fundaron sociedades anónimas de suicidas y sociedades
de suicidas anónimos. Se abrieron escuelas preparatorias al
suicidio, facultades que otorgaban título “de perfecto suicida”.
Se dieron fiestas, banquetes, bailes de máscaras para morir. La
emulación hizo que todo el mundo se ingeniase en hallar un
suicidio inédito, original. Una familia perfecta —una familia
mejor organizada que un baúl “Innovación”— ordenó
que la enterrasen viva, en un cajón donde cabían, con
toda comodidad, las cuatro generaciones que la adornaban. Ochocientos
suicidas, disfrazados de Lázaro, se zambulleron en el asfalto,
desde el veinteavo piso de uno de los edificios más
céntricos de la ciudad. Un “dandy”, después de
transformar en ataúd la carrocería de su
automóvil, entró en el cementerio, a ciento setenta
kilómetros por hora, y al llegar ante la tumba de su querida se
descerrajó cuatro tiros en la cabeza.

El desaliento público era demasiado intenso, sin embargo, como
para que pudiera persistir ese ímpetu de aniquilamiento y
exterminio. Bien pronto nadie fue capaz de beber un vasito de
estricnina, nadie pudo escarbarse las pupilas con una hoja de
“gillette”. Una dejadez incalificable entorpecía las
precauciones que reclaman ciertos procesos del organismo. El descuido
amontonaba basuras en todas partes, transformaba cada rincón en
un paraíso de cucarachas. Sin preocuparse de la dignidad que
requiere cualquier cadáver, la gente se dejaba morir en las
posturas más denigrantes. Ejércitos de ratas
invadían las casas con aliento de tumba. El silencio y la peste
se paseaban del brazo, por las calles desiertas, y ante la inercia de
sus dueños —ya putrefactos— los papagayos sucumbían con
el estómago vacío, con la boca llena de maldiciones y de
malas palabras.

Una mañana, los millares y millares de cuervos que revoloteaban
sobre la ciudad —oscureciéndola en pleno día— se
desbandaron ante la presencia de una escuadrilla de aeroplanos.

Se trataba de una misión con fines sanitarios, cuyo rigor
científico implacable se evidenció desde el primer
momento.

Sin aproximarse demasiado, para evitar cualquier peligro de contagio,
los aviones fumigaron las azoteas con toda clase de desinfectantes,
arrojaron bombas llenas de vitaminas, confetis afrodisíacos,
globitos hinchados de optimismo, hasta que un examen prolijo
demostró la inutilidad de toda profilaxis, pues al batir el
record mundial de defunciones, la población se había
reducido a seis o siete moribundos recalcitrantes.

Fue entonces —y sólo después de haber alcanzado esta
evidencia— cuando se ordenó la destrucción de la ciudad y
cuando un aguacero de granadas, al abrasarla en una sola llama, la
redujo a escombros y a cenizas, para lograr que no cundiera el miasma
de la certidumbre de la muerte.

Abandoné Las Carambolas Por El Calambur

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Abandoné las carambolas por el calambur, los madrigales por los
mamboretás, los entreveros por los entretelones, los invertidos
por los invertebrados. Dejé la sociabilidad a causa de los
sociólogos, de los solistas, de los sodomitas, de los
solitarios. No quise saber nada con los prostáticos.
Preferí el sublimado a lo sublime. Lo edificante a lo edificado.
Mi repulsión hacia los parentescos me hizo eludir los
padrinazgos, los padrenuestros. Conjuré las conjuraciones
más concomitantes con las conjugaciones conyugales. Fui
célibe, con el mismo amor propio con que hubiese sido paraguas.
A pesar de mis predilecciones, tuve que distanciarme de los
contrabandistas y de los contrabajos; pero intimé, en cambio,
con la flagelación, con los flamencos.

Lo irreductible me sedujo un instante. Creí, con una buena fe de
voluntario, en la mineralogía y en los minotauros. ¿Por
qué razón los mitos no repoblarían la aridez de
nuestras circunvoluciones? Durante varios siglos, la felicidad, la
fecundidad, la filosofía, la fortuna, ¿no se hospedaron
en una piedra?

¡Mi ineptitud llegó a confundir a un coronel con un
termómetro!

Renuncié a las sociedades de beneficencia, a los ejercicios
respiratorios, a la franela. Aprendí de memoria el horario de
los trenes que no tomaría nunca. Poco a poco me sedujeron el
recato y el bacalao. No consentí ninguna concomitancia con la
concupiscencia, con la constipación. Fui metodista, malabarista,
monogamista. Amé las contradicciones, las contrariedades, los
contrasentidos... y caí en el gatismo, con una violencia de
gatillo.

Con Frecuencia Voy A Visitar A Un Pariente Que Vive En Los Alrededores

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Con frecuencia voy a visitar a un pariente que vive en los alrededores.
Al pasar por alguna de las estaciones —¡no falla ni por
casualidad!— el tren salta sobre el andén, arrasa los equipajes,
derrumba la boletería, el comedor. Los vagones se trepan los
unos sobre los otros. El furgón se acopla con la locomotora. No
hay más que piernas y brazos por todas partes: bajo los
asientos, entre los durmientes de la vía, sobre las redes donde
se colocan las valijas.

De mi compartimento sólo queda un pedazo de puerta. Echo a un
lado los cadáveres que me rodean. Rectifico la latitud de mi
corbata, y salgo, lo más campante, sin una arruga en el
pantalón o en la sonrisa.

Aunque preveo lo que sucederá, otras veces me embarco, con la
esperanza de que mis presentimientos resulten inexactos.


Los pasajeros son los mismos de siempre. Está el marido
adúltero, con su sonrisa de padrillo. Está la
señorita cuyos atractivos se cotizan en proporción
directa al alejamiento de la costa. Está la señora foca,
la señora tonina; el fabricante de artículos de goma, que
apoyado sobre la borda contempla la inmensidad del mar y lo
único que se le ocurre es escupirlo.

Al tercer día de navegar se oye —¡en plena noche!— un
estruendo metálico, intestinal.

¡Mujeres semidesnudas! ¡Hombres en camiseta!
¡Llantos! ¡Plegarias! ¡Gritos!...

Mientras los pasajeros se estrangulan al asaltar los botes de
salvamento, yo aprovecho un bandazo para zambullirme desde la cubierta,
y ya en el mar, contemplo —con impasibilidad de corcho— el
espectáculo.

¡Horror! El buque cabecea, tiembla, hunde la proa y se sumerge.

¿Tendré que convencerme una vez más que soy el
único sobreviviente?

Con la intención de comprobarlo, inspecciono el sitio del
naufragio. Aquí un salvavidas, una silla de mimbre...
Allá un cardumen de tiburones, un cadáver flotante...

Calculo el rumbo, la distancia, y después de batir todos los
récores del mundo, entro, el octavo día, en el puerto de
desembarque.

Mis amigos, la gente que me conoce, las personas que saben de
cuántas catástrofes me he librado, supusieron, en el
primer momento, que era una simple casualidad, pero al comprobar que la
casualidad se repetía demasiado, terminaron por considerarla una
costumbre, sin darse cuenta que se trata de una verdadera
predestinación.

Así como hay hombres cuya sola presencia resulta de una eficacia
abortiva indiscutible, la mía provoca accidentes a cada paso,
ayuda al azar y rompe el equilibrio inestable de que depende la
existencia.

¡Con qué angustia, con qué ansiedad
comprobé, durante los primeros tiempos, esta propensión
al cataclismo!... ¡La vida se complica cuando se hallan escombros
a cada paso! ¡Pero es tal la fuerza de la costumbre!...
Insensiblemente uno se habitúa a vivir entre cadáveres
desmenuzados y entre vidrios rotos, hasta que se descubre el encanto de
las inundaciones, de los derrumbamientos, y se ve que la vida solo
adquiere color en medio de la desolación y del desastre.

¡Saber que basta nuestra presencia para que las cariátides
se cansen de sostener los edificios públicos y fallezcan —entre
sus capiteles, entre sus expedientes— centenares de prestamistas, que
se alimentaban de empleados... ¡públicos!... y de
garbanzos!

¡Saborear —como si fuese mazamorra— los temblores que provoca
nuestra mirada; esos terremotos en los que las bañaderas se
arrojan desde el octavo piso, mientras perecen enjauladas en los
ascensores, docenas de vendedoras rubias, y que sin embargo se llamaban
Esther!

¿Verdad que ante la magnificencia de tales espectáculos,
pierden todo atractivo hasta los paisajes de montañas, mucho
mejor formadas que las nalgas de la Venus de Milo?

El exotismo de las mariposas o de los mastodontes, los ritos de la
masonería o de la masticación —al menos en lo que a
mí se refieren— no consiguen interesarme. Necesito esqueletos
pulverizados, decapitaciones ferroviarias, descuartizamientos
inidentificables, y es tan grande mi amor por lo espectacular, que el
día en que no provoco ningún cortocircuito, sufro una
verdadera desilusión.

En estas condiciones, mi compañía resultará lo
intranquilizadora que se quiera.

¿Tengo yo alguna culpa en preferir las quemaduras a las
colegialas de tercer grado?

Aunque la mayoría de los hombres se satisfaga con rumiar el
sueño y la vigilia con una impasibilidad de cornudo, quien haya
pernoctado entre cadáveres vagabundos comprenderá que el
resto me parezca melaza, nada más que melaza.

Yo soy —¡qué le vamos a hacer!—un hombre
catastrófico, y así como no puedo dormir antes que se
derrumben, sobre mi cama, los bienes, y los cuerpos de los que habitan
en los pisos de arriba, no logro interesarme por ninguna mujer, si no
me consta, que al estrecharla entre mis brazos, ha de declararse un
incendio en el que perezca carbonizada... ¡la pobrecita!
Escritor argentino. De familia acomodada, viajó a Europa en su primera juventud, tomando contacto con las vanguardias. Participó en la implantación de las mismas en Argentina, intentando el teatro y el periodismo, pero afincándose en la poesía. Contribuyó a la trayectoria de revistas que difundieron el ultraísmo, como Proa, Prisma y Martín Fierro. En ellas se dieron a conocer algunos de los principales escritores de su tiempo: Borges, Marechal, Güiraldes. Su primer libro perfilado es Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922), donde recoge la poética de la gran ciudad moderna, propuesta por el poeta francés Guillaume Apollinaire y el futurismo. El uso de palabras propias (neologismos) alternado con el verso libre y algunas formas clásicas, marca la diversidad de su obra en títulos como Calcomanías (1925), Espantapájaros (1932), Interlunio (1937), Persuasión de los días (1942), Campo nuestro (1946) y En la masmédula (1956).  
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