Oliverio Girondo

Oliverio Girondo

1891-08-17 Buenos Aires
1967-01-24 Buenos Aires
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Algunos Poemas

Nunca He Dejado De Llevar La Vida Humilde Que Puede Permitirse

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Nunca he dejado de llevar la vida humilde que puede permitirse un
modesto empleado de correos. ¡Pues! mi mujer —que tiene la
manía de pensar en voz alta y de decir todo lo que le pasa por
la cabeza— se empeña en atribuirme los destinos más
absurdos que pueden imaginarse.

Ahora mismo, mientras leía los diarios de la tarde, me
preguntó sin ninguna clase de preámbulos:

«¿Por qué no abandonaste el gato y el hogar? ¡Ha de
ser tan lindo embarcarse en una fragata!... Durante las noches de luna,
los marineros se reúnen sobre cubierta. Algunos tocan el
acordeón, otros acarician una mujer de goma. Tú fumas la
pipa en compañía de un amigo. El mar te ha endurecido las
pupilas. Has visto demasiados atardeceres. ¿Con qué
puerto, con qué ciudad no te has acostado alguna noche?
¿Las velas serán capaces de brindarte un horizonte nuevo?
Un día en que la calma ya es una maldición, bajas a tu
cucheta, desanudas un pañuelo de seda, te ahorcas con una trenza
de mujer».

Y no contenta con hacerme navegar por todo el mundo, cuando hace
dieciséis años que estoy anclado en el correo:

«¿Recuerdas las que tenía cuando me conociste?... En ese
tiempo me imaginaba que serías soldado y mis pezones se
incendiaban al pensar que tendrías un pecho áspero, como
un felpudo.

»Eras fuerte. Escalaste los muros de un monasterio. Te acostaste con la
abadesa. La dejaste preñada. ¿A qué tiempo, a
qué nación pertenece tu historia?... Te has jugado la
vida tantas veces, que posees un olor a barajas usadas. ¡Con
qué avidez, con qué ternura yo te besaba las heridas!
Eras brutal. Eras taciturno. Te gustaban los quesos que saben a verija
de sátiro... y la primera noche, al poseerme, me destrozaste el
espinazo en el respaldo de la cama».

Y como me dispusiera a demostrarle que lejos de cometer esas
barbaridades, no he ambicionado, durante toda mi existencia, más
que ingresar en el Club Social de Vélez Sársfield:

«Ahora te veo arrodillado en una iglesia con olor a bodega.

»Mírate las manos; sólo sirven para hojear misales. Tu
humildad es tan grande que te avergüenzas de tu pureza, de tu
sabiduría. Te hincas, a cada instante para besar las hojas que
se quejan y que suspiran. Cuando una mujer te mira, bajas los
párpados y te sientes desnudo. Tu sudor es grato a las
prostitutas y a los perros. Te gusta caminar, con fiebre, bajo la
lluvia. Te gusta acostarte, en pleno campo, a mirar las estrellas...

»Una noche —en que te hallas con Dios— entras en un establo, sin que
nadie te vea, y te estiras sobre la paja, para morir abrazado al
pescuezo de alguna vaca...»

Por Vocación De Dado

A lo fugaz perpetuo
y sus hipoteseres
a la deriva al vértigo
al sublatir al máximo las reverberalíbido
al desensueño al alba a los cornubios dime sin titilar por ímpetu
de bumerang de encelo
de gravitante acólito de tanto móvil tránsfuga
cocoterráqueo efímero
y otros ripios del tránsito
meditaturbio exóvulo
espiritado en Virgo en decúbito en trance en aluvión
de incógnitas
con más de un muerto huésped rondando la infraniebla
del dédalo encefálico
junto a precoces ceros esterosentes dime al codeleite mudo del mimo
mimo mixto
al desmelar los senos
o al trasvestirme de ola de sótano de ausencia de caminos de
pájaros que lindan con la infancia
animamantemente me di por dar por tara por vocación de dado
por hacer noche solo entre amantes fogatas desinhalar lo hueco y encontrarme
inhallable
hora tras otra lacra más y más cavernoso
menos volátil paria
más total seudo apoeta con esqueleto topo y suspensivas nueces
de apetencias atávicas
al azar dime al gusto a las adultas menguas a las escleropsiquis
al romo tedio al pasmo al exprimir las equis a la veinteava esencia
y degustar los filtros del desencantamiento
o revertir mi arena en clepsidras sexuadas
y sincopar la cópula
me di me doy me he dado donde lleva la sangre
prostitutivamente
por puro pleno pánico de adherir a lo inmóvil
del yacer sin orillas
sin fe sin mí sin pauta sin sosías sin lastre sin máscara
de espera
ni levitarme en busca del muy Señor nuestro ausente en todo
caso y tiempo y modo y sexo y verbo que fecundó el vacío
obnubilado
inserto en el dislate cosmos, a todo todo dime alirrampantemente
para abusar del aire del sueño de lo vivo y redarme y masdarme
hasta el último dengue

y entorpecer la nada

Yo No Tengo Una Personalidad; Yo Soy Un Cocktail, Un Conglomerado

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Yo no tengo una personalidad; yo soy un cocktail, un conglomerado, una
manifestación de personalidades.

En mí, la personalidad es una especie de furunculosis
anímica en estado crónico de erupción; no pasa
media hora sin que me nazca una nueva personalidad.

Desde que estoy conmigo mismo, es tal la aglomeración de las que
me rodean, que mi casa parece el consultorio de una quiromántica
de moda. Hay personalidades en todas partes: en el vestíbulo, en
el corredor, en la cocina, hasta en el W. C.

¡Imposible lograr un momento de tregua, de descanso!

¡Imposible saber cuál es la verdadera!

Aunque me veo forzado a convivir en la promiscuidad más absoluta
con todas ellas, no me convenzo de que me pertenezcan.

¿Qué clase de contacto pueden tener conmigo —me pregunto—
todas estas personalidades inconfesables, que harían ruborizar a
un carnicero? ¿Habré de permitir que se me identifique,
por ejemplo, con este pederasta marchito que no tuvo ni el coraje de
realizarse, o con este cretinoide cuya sonrisa es capaz de congelar una
locomotora?

El hecho de que se hospeden en mi cuerpo es suficiente, sin embargo,
para enfermarse de indignación. Ya que no puedo ignorar su
existencia, quisiera obligarlas a que se oculten en los repliegues
más profundos de mi cerebro. Pero son de una petulancia... de un
egoísmo... de una falta de tacto...

Hasta las personalidades más insignificantes se dan unos aires
de trasatlántico. Todas, sin ninguna clase de excepción,
se consideran con derecho a manifestar un desprecio olímpico por
las otras, y naturalmente, hay peleas, conflictos de toda especie,
discusiones que no terminan nunca. En vez de contemporizar, ya que
tienen que vivir juntas, ¡pues no señor!, cada una
pretende imponer su voluntad, sin tomar en cuenta las opiniones y los
gustos de las demás. Si alguna tiene una ocurrencia, que me hace
reír a carcajadas, en el acto sale cualquier otra,
proponiéndome un paseíto al cementerio. Ni bien
aquélla desea que me acueste con todas las mujeres de la ciudad,
ésta se empeña en demostrarme las ventajas de la
abstinencia, y mientras una abusa de la noche y no me deja dormir hasta
la madrugada, la otra me despierta con el amanecer y exige que me
levante junto con las gallinas.

Mi vida resulta así una preñez de posibilidades que no se
realizan nunca, una explosión de fuerzas encontradas que se
entrechocan y se destruyen mutuamente. El hecho de tomar la menor
determinación me cuesta un tal cúmulo de dificultades,
antes de cometer el acto más insignificante necesito poner
tantas personalidades de acuerdo, que prefiero renunciar a cualquier
cosa y esperar que se extenúen discutiendo lo que han de hacer
con mi persona, para tener, al menos, la satisfacción de
mandarlas a todas juntas a la mierda.
Escritor argentino. De familia acomodada, viajó a Europa en su primera juventud, tomando contacto con las vanguardias. Participó en la implantación de las mismas en Argentina, intentando el teatro y el periodismo, pero afincándose en la poesía. Contribuyó a la trayectoria de revistas que difundieron el ultraísmo, como Proa, Prisma y Martín Fierro. En ellas se dieron a conocer algunos de los principales escritores de su tiempo: Borges, Marechal, Güiraldes. Su primer libro perfilado es Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922), donde recoge la poética de la gran ciudad moderna, propuesta por el poeta francés Guillaume Apollinaire y el futurismo. El uso de palabras propias (neologismos) alternado con el verso libre y algunas formas clásicas, marca la diversidad de su obra en títulos como Calcomanías (1925), Espantapájaros (1932), Interlunio (1937), Persuasión de los días (1942), Campo nuestro (1946) y En la masmédula (1956).  
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