Oliverio Girondo

Oliverio Girondo

1891-08-17 Buenos Aires
1967-01-24 Buenos Aires
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Si Hubiera Sospechado Lo Que Se Oye Después De Muerto

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Si hubiera sospechado lo que se oye después de muerto, no me
suicido.

Apenas se desvanece la musiquita que nos echó a perder los
últimos momentos y cerramos los ojos para dormir la eternidad,
empiezan las discusiones y las escenas de familia.

¡Qué desconocimiento de las formas! ¡Qué
carencia absoluta de compostura! ¡Qué ignorancia de lo que
es bien morir!

Ni un conventillo de calabreses malcasados, en plena catástrofe
conyugal, daría una noción aproximada de las bataholas
que se producen a cada instante.

Mientras algún vecino patalea dentro de su cajón, los de
al lado se insultan como carreros, y al mismo tiempo que resuena un
estruendo a mudanza, se oyen las carcajadas de los que habitan en la
tumba de enfrente.

Cualquier cadáver se considera con el derecho de manifestar a
gritos los deseos que había logrado reprimir durante toda su
existencia de ciudadano, y no contento con enterarnos de sus
mezquindades, de sus infamias, a los cinco minutos de hallarnos
instalados en nuestro nicho, nos interioriza de lo que opinan sobre
nosotros todos los habitantes del cementerio.

De nada sirve que nos tapemos las orejas. Los comentarios, las risitas
irónicas, los cascotes que caen de no se sabe dónde, nos
atormentan en tal forma los minutos del día y del insomnio, que
nos dan ganas de suicidarnos nuevamente.

Aunque parezca mentira —esas humillaciones— ese continuo estruendo
resulta mil veces preferible a los momentos de calma y de silencio.

Por lo común, éstos sobrevienen con una brusquedad de
síncope. De pronto, sin el menor indicio, caemos en el
vacío. Imposible asirse a alguna cosa, encontrar una asperosidad
a que aferrarse. La caída no tiene término. El silencio
hace sonar su diapasón. La atmósfera se rarifica cada vez
más, y el menor ruidito: una uña, un cartílago que
se cae, la falange de un dedo que se desprende, retumba, se amplifica,
choca y rebota en los obstáculos que encuentra, se amalgama con
todos los ecos que persisten; y cuando parece que ya se va a extinguir,
y cerramos los ojos despacito para que no se oiga ni el roce de
nuestros párpados, resuena un nuevo ruido que nos espanta el
sueño para siempre.

¡Ah, si yo hubiera sabido que la muerte es un país donde
no se puede vivir!
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