Vicente Aleixandre

Vicente Aleixandre

1898-04-26 Sevilha, Espanha
1984-12-14 Madrid, Espanha
19503
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Premios y Movimientos

Nobel 1977Surrealismo

Algunos Poemas

Consumación

Si yo fuese un niño,
si yo fuese un niño, redondo, quieto y sumergido.
Sumergido, no; sacado a la luz, estallado hacia fuera, exhibido en
esa otra Creación donde un niño es un niño en su reino.
Pero si sumergido estuve antaño, bajo las aguas de la luz que
eran cielo y sus ondas,
hoy no puedo sino decirlo, tomar nota, procurar explicarlo,
prohibiéndome al mismo tiempo la confusión de lo que
veo con lo que fue y ha sido.
Todavía el hombre a veces intenta explicar un sueño,
dibujando la presencia del amor,
el límite del corazón y su centro justísimo.
Aún intentar decir: «Amo, soy feliz; me conformo.»
Que es tanto como decir: «Soy real.» Pero cuando las hojas
todas se han caído:
primero las flores, luego los mismos frutos, más tarde el humo,
el halo
de persuasión que rodea a la copa como su mismo sueño
entonces no hay sino ver aparecer la verdad, el tronco último,
el
despojado ramaje fino que ya no tiembla.
La desnudez suprema del árbol quedado
que finísimamente acaba en la casi imposible ramilla,
tronquito extremo sin variación de hoja,
superación sin música de la inquietante rueda de las
estaciones.

Entonces llega el conocimiento, y allá dentro en el nudo del
hombre,
si todavía existe un centro que tiene nombre y que yo no quiero
mencionar;
si aún persiste y exige y golpea imperiosamente, porque nadie
quiere morir,
puedes sonreír de buena gana, y burlarte, y mirándolo
con desdén quiere morir,
decir con voz muy baja, de modo que todo el mundo te oiga:
«Amigo...: todo está consumado».

El Vals

Eres hermosa como la piedra,
oh difunta;
Oh viva, oh viva, eres dichosa como la nave.
Esta orquesta que agita
mis cuidados como una negligencia,
como un elegante bendecir de buen tono,
ignora el vello de los pubis,
ignora la risa que sale del esternón como una gran batuta.

Unas olas de afrecho,
un poco de serrín en los ojos,
o si acaso en las sienes,
o acaso adornando las cabelleras;
unas faldas largas hechas de colas de cocodrilos;
unas lenguas o unas sonrisas hechas con caparazones de cangrejos.
Todo lo que está suficientemente visto
no puede sorprender a nadie.

Las damas aguardan su momento sentadas sobre una lágrima,
disimulando la humedad a fuerza de abanico insistente.
Y los caballeros abandonados de sus traseros
quieren atraer todas las miradas a la fuerza hacia sus bigotes.

Pero el vals ha llegado.
Es una playa sin ondas,
es un entrechocar de conchas, de tacones, de espumas o de dentaduras
postizas.
Es todo lo revuelto que arriba.

Pechos exuberantes en bandeja en los brazos,
dulces tartas caídas sobre los hombros llorosos,
una languidez que revierte,
un beso sorprendido en el instante que se hacía «cabello
de ángel»,
un dulce «sí» de cristal pintado de verde.

Un polvillo de azúcar sobre las frentes
da una blancura cándida a las palabras limadas,
y las manos se acortan más redondeadas que nunca,
mientras fruncen los vestidos hechos de esparto querido.

Las cabezas son nubes, la música es una larga goma,
las colas de plomo casi vuelan, y el estrépito
se ha convertido en los corazones en oleadas de sangre,
en un licor, si blanco, que sabe a memoria o a cita.

Adiós, adiós, esmeralda, amatista o misterio;
adiós, como una bola enorme ha llegado el instante,
el preciso momento de la desnudez cabeza abajo,
cuando los vellos van a pinchar los labios obscenos que saben.
Es el instante, el momento de decir la palabra que estalla,
el momento en que los vestidos se convertirán en aves,
las ventanas en gritos,
las luces en ¡socorro!
y ese beso que estaba (en el rincón) entre dos bocas
se convertirá en una espina
que dispensará la muerte diciendo:
Yo os amo.

Mirada Final (muerte Y Reconocimiento)

La soledad, en que hemos abierto los ojos.
La soledad en que una mañana nos hemos despertado, caídos,
derribados de alguna parte, casi no pudiendo reconocernos.
Como un cuerpo que ha rodado por un terraplén
y, revuelto con la tierra súbita, se levanta y casi no puede
reconocerse.
Y se mira y se sacude y ve alzarse la nube de polvo que él no
es, y ve aparecer sus miembros,
y se palpa: «Aquí yo, aquí mi brazo, y este mi
cuerpo, y esta mi pierna, e intacta está mi cabeza»;
y todavía mareado mira arriba y ve por dónde ha rodado,
y ahora el montón de tierra que le cubriera está a sus
pies y él emerge,
no sé si dolorido, no sé si brillando, y alza los ojos
y el cielo destella
con un pesaroso resplandor, y en el borde se sienta
y casi siente deseos de llorar. Y nada le duele,
pero le duele todo. Y arriba mira el camino,
y aquí la hondonada, aquí donde sentado se absorbe
y pone la cabeza en las manos; donde nadie le ve, pero un cielo azul
apagado parece lejanamente contemplarle.
Aquí, en el borde del vivir, después de haber rodado
toda la vida como un instante, me miro.
Esta tierra fuiste tú, amor de mi vida? ¿Me preguntaré
así cuando en el fin me conozca, cuando me reconozca y despierte,
recién levantado de la tierra, y me tiente, y sentado en la
hondonada, en el fin, mire un cielo piadosamente brillar?

No puedo concebirte a ti, amada de mi existir, como solo una tierra
que se sacude al levantarse, para acabar cuando el largo rodar de la vida
ha cesado.
No, polvo mío, tierra súbita que me ha acompañado
todo el vivir.
No, materia adherida y tristísima que una postrer mano, la mía
misma, hubiera al fin de expulsar.
No: alma más bien en que todo yo he vivido, alma por la que
me fue la vida posible
y desde la que también alzaré mis ojos finales
cuando con estos mismos ojos que son los tuyos, con los que mi alma
contigo todo lo mira,
contemple con tus pupilas, con las solas pupilas que siento bajo los
párpados,
en el fin el cielo piadosamente brillar.

La Ventana

Cuánta tristeza en una hoja del otoño,
dudosa siempre en último extremo si presentarse como cuchillo.
Cuánta vacilación en el color de los ojos
antes de quedar frío como una gota amarilla.
Tu tristeza, minutos antes de morirte,
sólo comparable con la lentitud de una rosa cuando acaba,
esa sed con espinas que suplica a lo que no puede,
gesto de un cuello, dulce carne que tiembla.
Eras hermosa como la dificultad de respirar en un cuarto cerrado.
Transparente como la repugnancia a un sol ubérrimo,
tibia como ese suelo donde nadie ha pisado,
lenta como el cansancio que rinde al aire quieto.
Tu mano, bajo la cual se veían las cosas,
cristal finísimo que no acarició nunca otra mano,
flor o vidrio que, nunca deshojado,
era verde al reflejo de una luna de hierro.
Tu carne, en que la sangre detenida apenas consentía
una triste burbuja rompiendo entre los dientes,
como la débil palabra que casi ya es redonda
detenida en la lengua dulcemente de noche.
Tu sangre, en que ese limo donde no entra la luz
es como el beso falso de unos polvos o un talco,
un rostro en que destella tenuemente la muerte,
beso dulce que da una cera enfriada.
Oh tú, amoroso poniente que te despides como dos brazos largos
cuando por una ventana ahora abierta a ese frío
una fresca mariposa penetra,
alas, nombre o dolor, pena contra la vida
que se marcha volando con el último rayo.
Oh tú, calor, rubí o ardiente pluma,
pájaros encendidos que son nuncio de la noche,
plumaje con forma de corazón colorado
que en lo negro se extiende como dos alas grandes.
Barcos lejanos, silbo amoroso, velas que no suenan,
silencio como mano que acaricia lo quieto,
beso inmenso del mundo como una boca sola,
como dos bocas fijas que nunca se separan.
¡Oh verdad, oh morir una noche de otoño,
cuerpo largo que viaja hacia la luz del fondo,
agua dulce que sostienes un cuerpo concedido,
verde o frío palor que vistes un desnudo!

Acaba

En volandas,
como si no existiera el avispero,
aquí me tienes con los ojos desnudos,
ignorando las piedras que lastiman,
ignorando la misma suavidad de la muerte.

¿Te acuerdas? He vivido dos siglos, dos minutos,
sobre un pecho latiente,
he visto golondrinas de plomo triste anidadas en ojos
y una mejilla rota por una letra.
La soledad de lo inmenso mientras media la capacidad de una gota.

Hecho pura memoria,
hecho aliento de pájaro,
he volado sobre los amaneceres espinosos,
sobre lo que no puede tocarse con las manos.

Un gris, un polvo gris parado impediría siempre el beso sobre la tierra,
sobre la única desnudez que yo amo,
y de mi tos caída como una pieza
no se esperaría un latido, sino un adiós yacente.

Lo yacente no sabe.
Se pueden tener brazos abandonados.
Se pueden tener unos oídos pálidos
que no se apliquen a la corteza ya muda.
Se puede aplicar la boca a lo irremediable.
Se puede sollozar sobre el mundo ignorante.

Como una nube silenciosa yo me elevaré de mí mismo.
Escúchame. Soy la avispa imprevista.
Soy esa elevación a lo alto
que como un ojo herido
se va a clavar en el azul indefenso.
Soy esa previsión triste de no ignorar todas las venas,
de saber cuándo, cuándo la sangre pasa por el corazón
y cuándo la sonrisa se entreabre estriada.

Todos los aires azules...
No.
Todos los aguijones dulces que salen de las manos,
todo ese afán de cerrar párpados, de echar oscuridad o sueño,
de soplar un olvido sobre las frentes cargadas,
de convertirlo todo en un lienzo sin sonido,

me transforma en la pura brisa de la hora,
en ese rostro azul que no piensa,
en la sonrisa de la piedra,
en el agua que junta los brazos mudamente.
En ese instante último en que todo lo uniforme pronuncia la palabra:
ACABA.

La Dicha

No. ¡Basta!
Basta siempre.
Escapad, escapad: sólo quiero,
sólo quiero tu muerte cotidiana.
El busto erguido, la terrible columna.
el cuello febricente, la convocación de los robles;
las manos que son piedra, la luna de piedra sorda
y el vientre que es sol, el único extinto sol.
¡Hierba seas! Hierba reseca, apretadas raíces,
follaje entre los muslos donde ni gusanos ya viven
porque la tierra no puede ni ser grata a los labios,
a esos que fueron —sí— caracoles de lo húmedo.
Matarte a ti, pie inmenso, yeso escupido
pie masticado días y días cuando los ojos sueñan,
cuando hacen un paisaje azul cándido y nuevo
donde una niña entera se baña sin espuma.
Matarte a ti, cuajarón redondo, forma o montículo,
materia vil, vomitadura o escarnio,
palabra que pendiente de unos labios morados
ha colgado en la muerte putrefacta o el beso.
No. ¡No!
Tenerte aquí corazón que latiste entre mis dientes
larguísimos,
en mis dientes o clavos amorosos o dardos,
o temblor de tu carne cuando yacía inerte
como el vivaz lagarto que se besa y se besa.
Tu mentira catarata de números,
catarata de manos de mujer con sortijas,
catarata de dijes donde pelos se guardan,
donde ópalos u ojos están en terciopelos,
donde las mismas uñas se guardan con encajes.
Muere, muere como el clamor de la tierra estéril,
como la tortuga machacada por un pie desnudo,
pie herido cuya sangre, sangre fresca y novísima,
quiere correr y ser como un río naciente.
Canto el cielo feliz, el azul que despunta,
canto la dicha de amar dulces criaturas,
de amar a lo que nace bajo las piedras limpias,
agua, flor, hoja, sed, lámina, río o viento,
amorosa presencia de un día que sé existe.

Poeta español que obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1977. En 1934 ya había conseguido el Premio Nacional de Literatura y desde 1949 fue miembro de la Real Academia Española. Nació en Sevilla, pasó la infancia en Málaga y a los trece años se trasladó a Madrid. Estudió Derecho y Comercio y fue profesor de Derecho Mercantil de 1920 a 1922. En 1925, durante una grave enfermedad, empezó a escribir poesía. El primer libro que publicó fue Ambito, de 1928, donde muestra interés por la naturaleza y ofrece el conocimiento que posibilita la pasión. En los siguientes, Espadas como labios, de 1932, y Pasión de la tierra, de 1935, incorpora plenamente el surrealismo a la poesía castellana y el poeta aparece como el que transmite los mensajes del cosmos. En Sombra del paraíso, de 1944, la naturaleza, asunto fundamental en su poesía hasta entonces, se tiñe con tonos elegíacos al cantar el mundo que había perdido el poeta debido a la Guerra Civil española. Mundo a solas, de 1950, y Nacimiento último, de 1953, también son mucho menos herméticos y expresan un universo dolorido, aunque equilibrado. Historia del corazón, de 1954, supuso el inicio de lo que el propio Aleixandre consideró un nuevo ciclo. El poeta vuelve a contemplar la realidad, no desde el punto de vista del cosmos, sino del hombre histórico en su poemario de 1962, titulado En un vasto dominio. Poemas de la consumación, de 1968, exalta la juventud a la que considera la única realidad valiosa de la existencia desde una vejez donde acecha la muerte. De un estilo elíptico y descarnado se puede caracterizar probablemente toda la obra de Aleixandre, que culmina en Diálogos del conocimiento, de 1974, y, póstumamente, En gran noche, de 1991, que incluye varios poemas inéditos. Su obra en prosa, Los encuentros, de 1958 y 1985, se ocupa de escritores españoles, desde Baroja y Unamuno, a sus contemporáneos y amigos más jóvenes. Aleixandre supuso una influencia capital en los poetas españoles posteriores.  
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